Cree uno, quizá erróneamente, que cuando el presidente del Gobierno de tu país te convoca para exponer su visión del futuro inmediato en el que quizá sea el inicio de curso más crucial de las últimas décadas, lo pertinente es escucharlo con atención, interés y la cortesía debida a cualquier ser humano que expone su visión y sus propósitos de cara al logro del bien común. A partir de ahí, uno puede compartir lo que escucha o no y, salvo que sea un cortesano, debe formarse su propio juicio crítico, que puede ser parte de su compromiso cívico exponer a su vez.

Se ha tildado el discurso presidencial del pasado miércoles de excesivamente triunfalista. Pecó tal vez, desde luego, de torcer todas las cifras y realidades hacia la imagen más favorable para el Gobierno; por ejemplo, al comparar el índice de mortalidad de la quinta ola, cuyo cálculo resulta bastante preciso, con el de la primera, que es una pura conjetura distorsionada por la falta de test y de una cifra siquiera aproximada de contagios reales. En todo caso, es lo esperable en un gobernante, y mal que pese a quien habría preferido que la vacunación fracasara, esta ha sido un éxito que permite exhibir un razonable orgullo de país.

Hubo en la exposición aciertos indudables, como apostar, así sea en el terreno de los principios, por una recuperación que ponga el énfasis en la justicia, es decir, que no alcance de forma desigual a quienes parten en mejor y en peor posición, a unas generaciones respecto de otras o privilegiando a unos territorios y postergando al resto. También en la concepción del esfuerzo nacional que nos compete para no desaprovechar esta ocasión irrepetible, a través de la cooperación público-privada y dejando de lado las fracasadas fórmulas estatalistas y ultraliberales.

Sin embargo, quizá el elemento más importante, tanto de ese esfuerzo como del discurso, es el que nada casualmente se deslizó al final de la intervención. Entre las lecciones aprendidas en la pandemia, junto a la recuperación del valor de lo público y del Estado para amparar a los vulnerables ante coyunturas tan extremas como las que hemos vivido, mencionó el presidente el valor de la lealtad, entendida no en relación con las propias ideas o el concepto de patria de cada cual, sino a la comunidad a la que uno pertenece y basada en sus reglas del juego acordadas.

Y aquí, pese a la irrefutable validez del principio, no sólo para la salud política de un país, sino para que cualquier grupo humano pueda sostener la esperanza de prevalecer frente a las adversidades, es donde se manifestó el flanco más débil de toda la argumentación. Recordar el valor de la lealtad sólo para afear al primer partido de la oposición su obstinación en congelar la composición de ciertos órganos constitucionales en la época ya remota en la que gozaba de mayoría absoluta es notoriamente insuficiente y hasta puede suscitar alguna perplejidad.

Desde luego que no es leal apropiarse, por la sola vía de la obstrucción, de órganos que influyen de manera decisiva en el arbitraje de los asuntos públicos, función que no puede quedar como cortijo de una ideología so pena de precipitar el deterioro y descrédito de las instituciones afectadas y de todo el sistema. Sin embargo, no es la única de las deslealtades graves con las que convivimos a diario, ni la única que corroe y lastra, a veces de manera tétrica, nuestras posibilidades de salir adelante.

Que desde otras siglas y otros sectores ideológicos no sólo se incurra en deslealtad continua, sino incluso en ostentación de menosprecio de la casa común, sus representantes y servidores, con ingratitud escandalosa hacia el resguardo que la solidaridad entre todos los españoles ha procurado y procura a quienes así se pronuncian, habría merecido alguna exhortación similar. O cuando menos, abstenerse de distinguir entre deslealtades.