En la semana en la que todo el mundo habló de la fotito de marras de C. Tangana, fui con mi hermana al concierto de Kase O. en Cádiz. Se cumplen diez años de su disco Jazz Magnetism y la friolera de veinte de Vicios y virtudes, porque “el gordo que la pisa bien” (como él mismo se bautiza, descojonado de los cánones y del credo monoteísta del músculo) ya hace dos décadas que viene avisando de que “ninguna chavala tiene dueño” y de que “maricones y lesbianas dejamos de ser mudos, ya era hora / y si algún facha cabezudo se irrita, que se joda”.

Javier Ibarra no sólo es el mejor rapero que ha parido “una puta llamada España”, sino un escritor iluminado que ha sabido convertir el ego trip en amor propio y cocinarlo hasta devolverlo en forma de amor mundial. Sopla 41 tacos, da conciertos en vaqueros y camisa (ya no le hace falta disfrazarse de rap, él es el rap, como Dalí era el surrealismo), se muestra escurridizo con las lógicas del mercado y a pesar del cansancio que es experiencia y de esa estela áspera que dejan las depresiones cuando se regresa de ellas, a mí me parece que está más sexy que nunca, porque ha rodeado y esquivado el yoísmo, porque cuando le miro veo a un hombre libre y porque intuyo que ha entendido algo de la vida que nosotros aún no sabemos. Quilla, qué sé yo: los talentosos llegan antes, pero llegar solo también duele. Te sientes casi un loco.

Todo eso lo hace Ibarra sin perder la chulería, porque la chulería es crucial para ubicar a los enemigos, para desquiciar a los malos y para no perder el ritmo (el ritmo es una forma de estar alerta). La chulería, en el fondo, es el estilo. Una manera contundente, juguetona y genuina de estar en el mundo, una gamberrada legítima, un modo elegante de mantener la navaja guardada, pero recordar que si nos tocan las pelotas, no tenemos miramientos: aquí sacamos los cañones. Tampoco dice ninguna mentira Javi cuando se presenta como “el Mágico González del rap” ni cuando desliza que J. Balvin va al peluquero y le dice “bro, hazme lo de Kase O.”. No miente si dice que él llegó primero.

Ahora le hacen la ola a Residente por su canción René, donde se muestra vulnerable y llora y narra las miserias de una vida: el desconcierto, el dolor, el asesinato de su pana a manos de la policía, pero catetos somos y catetos seremos, porque Kase O. nunca ha perdido rayitas de masculinidad por contarnos que de niño tenía granos y se sentía algo peor que feo: invisible, que maneja ataques de ansiedad y de autodesprecio desde crío, que vomitaba en los conciertos, que siempre pensó en matarse, que nadie puede devolverle a su amigo Carlos, que aún sueña con su madre abrochándole el abrigo.

A mí siempre me han molado los tíos que no intentan molar. Será que la verdad es erótica y que el resto es sólo plástico. Yo creo que Kase O. la parte sin que ningún ejército de titis en bolas le dore la píldora en las fotos, sin eructar carros ni barcos ni dólares cosidos a un tanga, y que ahora en la madurez su masculinidad es tan poco frágil que baila en las tablas como si nadie le estuviera viendo. Se la danza to’ queer, agudiza la voz, agita las manitas y se pone tan coqueta que los homófobos dirían que este menda tiene pluma.

Hacía tiempo que no veía un show masculino tan feminista (“deconstruido” no digo, que me da alergia ya esa palabra tan cursi) como el del pasado sábado en Cádiz. El tío caracoleaba como ningún hetero de pro se atrevería a hacer y mantuvo vivísimas sus toneladas de flow cabrón, habló al público desdoblado saludando a “hermanas y hermanos” y pidió amor para la peña que curra en las barras y para los que limpian los baños, sin desdeñar agradecimientos a su mujer y a su hija. Te canta Sopa de Caracol o Suavemente, se despide de la turba bailando La cucaracha y aquí no se burla ni el Papa porque estamos hablando con dios.

Es verdad que a ratos la experiencia de sus conciertos tiene algo de misa y que a él se le ve el cartón de monaguillo (nos explica que tenemos que ser buena gente, que somos los elegidos), pero es que el rito de chamán le funciona. La vaina ceremoniosa te empapa en MDMA gratis y sales de allá levitando, besando al espontáneo de al lado, creyendo fuerte que tienes cosas bellas que dar y que bailas como el jodido Michael Jackson resucitado y sin pederastias.

Kase O. es vieja escuela, pero escuela sabia. Abraza a las nuevas generaciones de raperos, aprende, escucha, y, cuando es necesario, calla, que ya es más de lo que pueden decir la mayoría de nuestros músicos nacionales. Se ha mojado políticamente a riesgo de perder pasta y adeptos, ha escupido sobre la monarquía (y no como C. Tangana, que lo hizo como provocación antes de presentar un single), lleva décadas en el juego y sigue repartiendo arte. Qué bueno que viniste y te quedaste, Ibarra. Larga vida al rey.