A los 77 años, uno puede estar muerto, cerca de morirse o, cuando menos, con casi todo el camino detrás. Pero si eres Miguel Ríos, entonces te encuentras, increíblemente, en tu mejor momento.

El granadino, de gira por todo el país a la edad a la que a muchos les cuesta cruzar un paso de cebra, no sólo interpreta ahora con mayor brillo y aún más compromiso su extenso catálogo, sino que sus composiciones actuales constituyen, tal vez, el grupo de canciones más lúcidas de toda su carrera.

Aupado en parte por su productor José Nortes, que ha escrito la música del excelente Un largo tiempo, con la edad Ríos elude toda inhibición, si es que algún día tuvo alguna, tanto cuando escribe las letras como cuando las canta. Ríos expone, sin red ni tampoco disfraz, lo mejor de sí mismo.

Y eso es mucho. Hoy, en los escenarios, aparece un Ríos rejuvenecido tras un parón que se argumentó irrevocable y que, como todas las cosas definitivas, sólo lo son provisionalmente.

Ahora hasta toca la guitarra, algo que no hizo nunca: “No lo olvidéis: hasta el último suspiro todo es vida” afirmó el domingo, entre canciones, en una memorable actuación en el Jardín Botánico de Madrid.

Esa es otra de sus grandes lecciones. Hay que luchar (como ya dijo cuando pensaba que todo acababa en Rock hasta el final) cada segundo, hasta el último. Solo así merece la pena este paseo, tan corto, tan frágil, tan asombroso, por la superficie terrestre.

Esa disputa a la vejez la festeja en la conseguidísima El blues de la tercera edad. El del autobús, esa joya de Thijs van Leer y Víctor Manuel, no lo interpreta hoy un ápice peor que en 1982, cuando giraba el Rock & Ríos.

El cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, ese eterno Himno a la alegría, tampoco lo entona peor, ni mucho menos, que cuando lo grabó en Despierta en ¡1970! Quizá valore ahora más que nunca el encanto de liderar un stage y una banda, y eso trasciende.

Tantos años de rock y de vivencias le permiten agregar a sus historias primaveras que se estrellan contra hospitales, como en La estirpe de Caín. O preguntarse adónde fue “la dulce plenitud de la juventud” sin percibir que él es más joven que algunos treintañeros.

O narrar la historia de cómo él, como hizo también Robert Johnson en Clarksdale, Mississippi, vendió su alma al diablo. Johnson, de quien Bob Dylan dijo que fue “uno de los genios más creativos de todos los tiempos”, quería ser el mejor guitarrista del mundo. Ríos siempre quiso cantar como Dios, como parece confesar en su último disco, y ambos estaban dispuestos a pagar el precio.

No está claro si Miguel llegó a firmar ese contrato. Pero ha debido hacerlo, porque probablemente nadie en España canta como este anciano jovencísimo. Quizá, con suerte, veamos al otro lado a Ríos rasgando la guitarra y afinando la voz en la Big Band del gran Satanás, como cuenta en Cruce de caminos.

Un largo tiempo es una joya. Tal vez, sobre todo, porque Ríos lo cuenta todo. Más que diez temas tejidos con una elegancia insólita, estos días, se trata de una biografía cantada. El chaval de Cartuja que se espabiló oyendo a Elvis, el que voló tantas veces emocionalmente a Memphis desde Granada, el que recuerda el esplendor en la hierba que tiñó otro tiempo.

Su gira por España (quedan aún citas potencialmente mágicas como las de Barcelona, Alicante o la de su ciudad natal), se eleva como un espectáculo emocionante dirigido por José Nortes, con notas sobresalientes que parten de los violines de Manu Clavijo, el pedal steel de Gabi Pérez o los pianos de Luis Prado.

Ríos, que ya es más una leyenda que un cantante, más un ejemplo que un extraordinario letrista, se prometió, y lo escribió en un diario, no envejecer en un escenario.

Ahora, en Hola, Ríos, Hello, pregunta, después de explicar que ha vuelto porque necesitaba oírnos cantar, entre aturdido y expectante, “chicas, ¿cómo me veis?”.

Mejor que nunca, Miguel.