La gente tiene ganas de resucitar. Vale, sí, es un modo apelativo de asomarse a la interpretación de un fenómeno que he detectado en estos días. ¡Felices Pascuas! No recuerdo haber recibido en muchos años tantos mensajes de felicitación pascual ni haberlos visto circulando por las redes y por los correos electrónicos.

No proceden todos de amigos y conocidos que yo tuviera por creyentes ni, mucho menos, por practicantes. No estoy en condiciones de diagnosticar con exactitud las causas y el alcance de este brote, pero sí puedo intentar encontrarle una explicación.

Tanto la Pascua judía como la cristiana se insertaron por razones distintas (la celebración de la huida de Egipto y de la resurrección de Cristo, respectivamente) en el espacio temporal del equinoccio de primavera.

El cambio, la transformación, el tránsito y la esperanza de una nueva vida (implícitos en el concepto de Pascua y en dichos acontecimientos) quedaban así enmarcados en el fin del invierno. En el despertar fértil de la primavera, en el reverdecer y en el florecer de la naturaleza, en el comienzo de unos días más largos, soleados y luminosos propicios a una reactivación del impulso y del aliento vital.

Supongamos que esta proliferación de felicitaciones pascuales, asumiendo y tomando un vocabulario religioso, procedan, en alguna medida, de la necesidad y del propósito de festejar y desear un renacimiento de la vida. Estaría clara, en este caso, la causa de esta ebullición de buenos augurios pascuales.

Llevamos un año de hibernación, de larga y oscura noche del alma (y del cuerpo), de prolongada, mortificante y penitente congoja cuaresmal, de horizonte y presencia de la muerte, de ayuno y abstinencia de tantas cosas por causa de la pandemia. La pandemia. No hay duda. Son enormes los deseos de cambio, de resurrección de y para la vida. Y ahora es el momento, al compás del renacer de la naturaleza.

Pero también se percibe un cierto retorno de la religiosidad de un tiempo para acá, debido a motivaciones variadas y con caras poliédricas. En ciertos estratos del cuerpo social, tanto conservadores como liberal-progresistas en sentido amplio, ilustrados ambos, se viene advirtiendo un hartazgo y una pérdida de ilusión respecto a las ideologías (políticas o no) cerradas, que está dando lugar a un deslizamiento hacia la espiritualidad, la valoración preferente de la bondad y el refugio en la experiencia estética.

En esta línea, incluso entre laicos no practicantes y muy vagamente creyentes, la atracción hacia un cristianismo esencial y originario, seguramente impreciso, está abriéndose un hueco. Se trata, en muchos casos, creo, de un cristianismo a la carta, como de libre examen (algo protestante, en ese sentido), quizás más abundante en esperanza que en fe, que obvia buena parte de la dogmática, del magisterio y de la historia de la Iglesia (controvertidos) y que se atiene tanto al deseo de una cierta excelencia moral como al aprecio del legado cultural y estético de la religión.

El prestigio reciente y creciente del silencio, la meditación, el eremitismo y el franciscanismo rurales (dieta, ejercicio, paseo, austeridad) conectan bien con la estima tanto de determinadas propuestas evangélicas como con la consideración positiva de la herencia civilizatoria de las catedrales, los monasterios, las ermitas, la pintura, la música, la arquitectura, no poca literatura y pensamiento cristianos.

Se construye, entonces, un universo referencial ideal (y, en alguna medida, idealizado), excluyente de anteriores fanatismos e inquisiciones, indiferente a la represión clerical de la sexualidad, ajeno a las negruras del pecado y de la culpa, dispuesto a reputar antes el valor simbólico y poético que la letra de tantos dogmas, interesado por las múltiples dimensiones de lo sagrado, acorde con las proposiciones primigenias de amor al prójimo, cuidado, solidaridad comunitaria y respeto a la individualidad…Y por ahí.

Esta suerte de neohumanismo cristiano con promesa de felicidad se está abriendo, diría yo, un hueco frente al sectarismo fanático de los políticos, el desquicie percibido en el escenario público y el dominio rampante de variadas y horrísonas formas de la vulgaridad. Con dificultades, sí, para compartir no pocas convicciones. Pero también con la inestimable ayuda de Johann Sebastian Bach, Georg Friedrich Haendel, Fra Angélico, Miguel Ángel, Santa Teresa, Tomás Moro, G. K. Chesterton, Lewis y gente así.

Que siga otro, si es que la pista fuera buena, pues esta exploración es muy compleja. Aquí lo dejo, y mientras tanto: ¡Felices Pascuas!