Hace años, unos cuantos ya, cuando se celebraba una cumbre internacional, se organizaba también todo un dispositivo especial para mantener alejados a los activistas constantes, a los grupos de revolucionarios con sus justas reivindicaciones que se coordinaban para acudir hasta allí (fuese donde fuese allí) por sus propios medios.

Con sus pancartas y sus camisetas, sus chapitas y sus ganas de jarana. Siempre había encontronazos entre la policía y los agitadores cuando estos intentaban romper el cordón y llegar un poquito más cerca del lugar segurísimo donde se reunían los altos mandatarios, a sus cosas de altos mandatarios, intentando que alguna de sus consignas y exigencias llegase a aquellos oídos, al otro lado de varios cristales blindados y miembros de las fuerzas de seguridad.

O, por lo menos, a rascar algún minutillo en el informativo del medio día. Los señores de traje trataban, es un poner, de emitir un poco más de gases de efecto invernadero allí dentro y los de las pancartas trataban, desde fuera, de que emitiesen menos.

Con el arte pasaba lo mismo. Por un lado estaban los circuitos comerciales y el, llamémosle, oficial o mainstream y, por otro, lo oficioso, lo underground. Te ibas a los Rencontres d’Arlés, por poner un ejemplo, y tenías tus exposiciones de fotografía, tus charlas y tus proyecciones de los más reconocidos, previo pago de la correspondiente entrada o haciendo uso de tu acreditación.

Pero también tenías la calle, bulliciosa, tomada por fotógrafos desconocidos que exponían en las paredes (el ratico que tardaba la policía en descubrirles) o en los bares su obra, una que se alejaba de lo que predominaba en las galerías y en la programación formal. Libre, escandalosa, revolucionaria, rompedora.

Como los de las pancartitas ante el encuentro de jefes de Estado, trataban también de poner en jaque a lo hegemónico, cuestionar sus imposiciones, reivindicar nuevos enfoques. Lo que venía siendo emprender una revolución.

Ahora las protestas encajan perfectamente en la agenda oficial de nuestros líderes. Qué bien, qué cómodo todo. Los activistas, profesionalizados, son recibidos con honores a su desembarco del catamarán y escoltados cual rockstar hasta el epicentro del poder, desde donde podrán abroncar, con toda comodidad y atención mediática, a los señores del traje.

Ellos, cabizbajos, asentirán y entrarán en razón. Las manifestaciones ahora las convoca y encabeza un ministerio, perfectamente agendadas, exigiéndose, febril y colérico, que actúe como él mismo espera de sí mismo ante un problema gravísimo que él detecta, él enarbola y él resolverá. Soy uno y trino, y en mí confío.

El arte no se queda atrás y las muestras alternativas, los festivales off, son programadas ahora desde las propias organizaciones, para que la contracultura haga juego con la sección oficial, complementando pero sin empañar. Sin incomodidades.

En lo literario, ni ahí nos libramos, se encumbra a los que reniegan de los mismos premios que reciben, pero no devuelven, que se quejan de lo difícil que es publicar mientras publican y que abominan de lo comercial desde los primeros puestos de las listas. Qué cuajo.

Permitidme que sospeche de las revoluciones cuando son tan de cartón piedra, tan falleras. Pero es que ante tan virtuoso y sincronizado espagat aéreo y tirabuzón ascendente de movimientos sociales y poder no cabe menos que desconfiar. Se intuye el ensayo y la instrumentalización. Se descarta la improvisación y el arrebato. Hasta eso nos han robado. Qué atropello.