Escucho sorprendido y esperanzado el comunicado de Pablo Casado en el que anuncia el traslado de la sede del PP fuera de Génova 13 y la convocatoria de una convención del PP el próximo otoño.

Sorprendido, porque Casado demuestra así que está tomando nota, quizás con un poco de retraso, de que el nuevo PP no puede seguir la senda del dominio, de formas y de fondo, de Manuel Fraga, José María Aznar y Mariano Rajoy.

Aquellos tres dirigentes del PP no entendieron en absoluto la vida de un partido democrático como conexión abierta con la sociedad, y no facilitaron la incorporación de los mejores gestores de la sociedad civil provenientes del mundo profesional, de la enseñanza y de la empresa.

La evolución de Alianza Popular y del PP fue siempre más la de una agencia de colocación, la de un lobby de intereses, que la de un representante de una corriente de opinión.

He pasado once años como secretario nacional de Formación del PP en un despacho de Génova 13 y conozco la trascendencia de un paso como el que ha dado Casado. Si ayer tenía las peores impresiones de su liderazgo, hoy vislumbro una cierta esperanza.

Esperemos que el cambio no sea sólo de casero y de inquilinato, sino de formas y de fondo.

Por ejemplo, que la dirección del PP de Madrid haya aterrizado en Cataluña, en estas pasadas fechas, en unas elecciones autonómicas, es un error ilustrativo de un concepto equivocado del PP en el País Vasco y en la región catalana.

Ciudadanos ganó las elecciones en 2017 porque emergía como un partido catalán. El PP de Cataluña, desde que fue despedido Alejo Vidal-Quadras, nunca ha parecido un partido que defienda a los ciudadanos y los intereses de Cataluña.

La negociación del Hotel Majestic entre Madrid y Jordi Pujol, evitando la presencia del leal y combativo general Alejo, que se había batido el cobre frente a los barbari, marcó el inicio de una decadencia.

Resultado: tres diputados regionales catalanes en 2021.

Algo parecido ocurre en las provincias vascas. A diferencia de Navarra, en la que los representantes forales del antiguo reino defienden Navarra y no los intereses de los políticos de Madrid, en el País Vasco los votantes no encuentran un vínculo de representación, toda vez que los dirigentes vascos del PP los elige Génova.

Esos dirigentes, cooptados desde Madrid, están más pendientes de los intereses del líder nacional del PP que de sus representados.

Resultado: seis diputados regionales en 2019.

Con la excepción de Galicia (que lleva años de autonomía de Génova 13), el dominio desde arriba de la organización se traduce en una cadena de lealtades sumisas de cargos cooptados que carecen de capacidad de opinión libre y, lo que es peor, que no pueden trasladar la opinión de sus representados, no se vaya a ofender el dirigente que les han nombrado.

Con todo, el problema de fondo del PP (y eventualmente el de Ciudadanos y el de VOX) no reside en la sede ni en sus estatutos de partido. El problema es de índole política. ¿Qué reformas está pidiendo la opinión española mayoritaria para terminar con la constante inestabilidad derivada de la presión rupturista de la extrema izquierda y de los separatistas?

Pablo Casado ha dado un primer paso con el fin de la sede de Génova. Queda pendiente una renovación del PP y de sus estatutos para recorrer el camino contrario de centralización leninista de Aznar y Rajoy.

Para ello, es mejor un Congreso refundacional en otoño que una convención, salvo que Casado nos quiera hacer un trampantojo con una simple y amañada reunión de amiguetes.

Se abre un apasionante periodo en el centroderecha. Está en juego la reforma del régimen del 78 o el estancamiento de la crisis, la creciente polarización y la ruptura.