Yo a Juan Carlos I no le dejaba ni a cargo de mi bolso para ir al baño. No me retocaría el pintalabios tranquila. Seguro que en mi breve ausencia pediría filetitos de lince ibérico o montaría un tren de alta velocidad entre Medina y La Meca: sus cosas, sus filias, sus taritas. Sus telefonazos. Lo mismo llego de mear y ha montado un banquete de putas, cualquiera sabe. Tampoco iría a un concierto de Pablo Hasel a menos que me pagaran una cantidad razonable, pero a él le dejaría vigilando mi monedero: aun con sus excesos, con sus bravuconadas de niño lleno de rabia estéril, con esa cosa medio infantil que arrastra de pensar que la vida es una trinchera permanente. Que no hay espacio para la alegría.

No me da miedo Hasel, no sé a quién puede dárselo, me da lástima. Porque tiene 33 años, la edad de Jesús El Nazareno -otro antisistema-, y ya le están poniendo los clavos, ya le están afilando la lanza: Hasel va a mamar reja y se le está quedando la cara de Cristo crucificado -como de creer en dios padre y en la agitación pero cada vez menos-. Cara de Cristo crucificado, pero sin épica y sin apóstoles. Sin resurrección. Sólo es amargo todo esto, sólo es ridículo, como las muertes patosas. Ha pencado por esta causa y aún le quedan algunas pendientes. Cuando asome la cabeza un segundo se la bajarán de un golpe, como en el juego ese de los recreativos de la niñez, el del martillo y el topo.

El chaval va a madurar a la sombra, y, sin ser Marcos Ana, olvidará de algún modo “la dimensión de las cosas, / su olor, su aroma / escribo a tientas el mar, / el campo, el bosque, / y digo bosque / y he perdido la geometría del árbol”. Está como una maraca, Hasel, y a menudo usa palabras como “claudicar” o “régimen” -para referirse a España-, pero si esos conceptos me parecían trasnochados o autoparódicos, cobrarán sentido cuando los agentes golpeen la puerta de su casa y lo enganchen del brazo para meterlo en la trena. Cobrarán sentido en sus nuevas mañanas largas. No claudicar ante el régimen: se ha vuelto, de repente, una profecía autocumplida.

Hásel no es un mártir, nadie lo es, es un revolucionario pasado de frenada, pero sus calentones verbales no se diferencian tanto de los de Jiménez Losantos cuando se toma dos cafés frente al micrófono -reconozcamos el don del hombre que mejor insulta de España- o los de Abascal cuando sale envalentonao' del crossfit y criminaliza a todos los inmigrantes o exige eliminar la ley de Violencia de género.

Por eso es tramposo y bajo que Irene Montero denunciase al notas que le dedicó un poema machista -y que fue condenado por un juzgado madrileño y después absuelto por la Audiencia Provincial de Madrid-: porque la libertad de expresión es una cosa dolorosa, francamente desagradable, que te entra como un tiro en el estómago, pero hay que defenderla con la propia vida para poder seguir teniendo, muy seguramente, el único poder real que podemos ejercer. El de la palabra. El exiguo y diminuto poder de la palabra. Qué nos quedará si no.

Pablo Hásel entrará en la cárcel, y se quedarán los pájaros cantando, que decía Juan Ramón, pero también se quedarán los franquistas en las calles agitando sus banderas con el pollo chamuscado y nadie les detendrá por “enaltecer” una dictadura con más de 150.000 muertos -imposible de calcular, pero así lo cifran los historiadores-. Nadie detendrá a los integrantes de la Fundación Francisco Franco -¿recuerdan cuando recibía ayuditas del PP?-, y si amenazan con ilegalizarles el chiringo, vendrá a jactarse el presidente y a avisar de que se irán a desarrollarla “a un país libre”. De coña. Ahí está la puerta.

Si existe la libertad de expresión o algo que se le parezca, si no vivimos continuamente censurados por las leyes, por la mirada de los demás -del jefe a la madre- o por nosotros mismos, seguro que ha de ser una libertad de expresión que sea verdaderamente para todos y que no esté dictada por las élites o que no tenga su límite en ellas. Yo prefiero vivir en un país en el que la Fundación Francisco Franco sea legal pero no encarcelen a un rapero por unos tuits vitriólicos: sé que pago un precio molesto y lo asumo. De primero de Derecho Penal es que no se debe condenar a nadie por lo que siente o por lo que piensa, sino por lo que hace. Las leyes han de tipificar conductas, no ideas: y no, Pablo Hasel no es un peligro para la sociedad. No más que la Fundación de marras y sus fantasías sexuales golpistas.

Pensar es un derecho. Decir es un derecho, joda a quien joda. Y criticar a las instituciones, como ha hecho el músico, debería ser un derecho -para algo las pagamos entre todos-. La amplitud de una democracia se pone a prueba cuando se la fuerza y se crean precedentes, y éste siembra una línea chunga. Ahora bien, hay un matiz importante: no seamos lastimeros. De sorpresa no nos pilla. Sabemos que a veces nos enfrentamos a criterios judiciales cuestionables, pero que están ahí, por eso me resulta naif que Isa Serra se queje cuando la condenan por atacar a una policía para frenar un desahucio. Veamos: si no la hubieran condenado, ¿a qué estaría plantando cara, en el fondo?

Sucede lo mismo con Hasel. Estas sentencias tan estúpidas tienen relieve porque, aunque venían esbozándose, ponen sobre la mesa las lagunas y las grietas de un sistema, que, a pesar de lo que promete, no salvaguarda realmente todos nuestros derechos. Traspasar el límite -justa o injustamente establecido- puede ser necesario, pero obviamente recibe una respuesta. Eso es ser adulto. Forma parte de la responsabilidad del revolucionario asumir esa reacción carca por puro convencimiento en su causa: ese es el desafío. Le honra.

Poner en jaque al Estado sin huir, asumiendo el castigo que, a todas luces, a cualquier ciudadano con dos dedos de frente le parecerá desproporcionado. Así se abren los debates y los diques: con tremendo dolor. Así se ha hecho siempre en la Historia: nadie nos dijo “toma, pasa, ponte cómodo” en cada conquista social, sobre todo si tocaba el testiculario de los poderosos. 

Ojalá sirva este caso para modificar la pena de cárcel en estos presuntos delitos. Ojalá sirva para que dejemos de hacer el ridículo como país, poniéndonos a la altura de Turquía o Marruecos, como señalan los artistas -de Almodóvar a Serrat- que han firmado el manifiesto en defensa de Hasel. Y ojalá, también, que pronto no tengamos que dejar nunca más a ningún monarca hacerse cargo de nuestro bolso.