Convendremos todos a estas alturas que vivimos tiempos de hiperconciencia social, exaltación brutalista del yo y sensibilización exacerbada ante cualquier causa justa, convenientemente maximizada, que se nos ponga a tiro. Lo que se viene denominando “fenómeno woke”.

Ser woke, como ser imbécil, escapa a la autopercepción. No es como una tos improductiva -siempre me ha chiflado el concepto “tos improductiva”- que incomoda al sufriente, sino que a quien le salta a los ojos como gato enfadado es al de al lado. Es una dolencia por poderes, digamos: la padece el prójimo.

Si algo es sintomático de un Woke es el desprecio a la razón, a los datos, a las cifras o estadísticas. A los hechos. Impermeable a los argumentos. El Woke es sintiente, y las emociones y sensibilidades, las impresiones, están por encima de cualquier prueba empírica. Si así lo siente, así ES.

Se eleva la percepción a categoría de evidencia irrefutable autodemostrativa. Quizás sea eso, aquí viene una teoría, lo que les impide actuar y limita su aportación a la solución del problema al ejercicio mismo de “ser conscientes” y manifestarlo fuertecito. Como si eso fuera suficiente en cuanto te alejas dos pasos del teclado de tu portátil y el aplauso virtual de las redes, y sales ahí fuera sin un sargento Esterhaus cerca que te prevenga.

Digo esto porque contemplo de nuevo, desde el estupor y una fascinación casi entomológica, cómo se lucha contra el machismo estructural -bendita aserción existencial que lo mismo sirve para un roto que para un descosido- subiendo fotos en redes de boquitas pintadas. No sé cómo no se nos había ocurrido antes.

Todo viene, sabrán, porque el candidato portugués André Ventura se refirió en un acto de campaña a su contrincante Marisa Matías comparándola con una muñeca por llevar los labios pintados de rojo. A estas alturas de la película, con las mujeres pintándonos los labios del color que queremos y si queremos, con tacones o sin ellos, vistiendo como nos da la gana y dedicándonos a aquello que elegimos, con las mujeres como ciudadanos de facto en igualdad de derechos y deberes, digo, este comentario -desnortado, anacrónico e impertinente- retrata más a un personaje maleducado y majadero que a aquella a quien se refiere.

Pero la reacción en redes, en esa tramoya histriónica que viste de apoyo heroico un hazmecasito naif colectivo, retrata también a todo un movimiento. Uno que cree, que siente, que pintarse de rojo los labios en Occidente hoy en día podría ser equiparable como acto revolucionario, en cuanto a significado, esfuerzo y consecuencias, a quitarse el velo en Irán o asistir a la escuela en Pakistán.

A este paso, cualquier día y en cuanto la pandemia lo permita, se viraliza un “de cañas por la paz mundial” y calmamos todos nuestras conciencias salvando a la civilización sin esfuerzo, disfrutando de hacer algo que nos apetece, que no compromete nuestra integridad o libertad, en nombre de la más justa de las causas. Como una guerra de almohadas para defender territorios o comerte un bocata de calamares todos los martes para acabar con el hambre. Un apretar los puñitos muy fuerte con los ojos cerrados por un mundo mejor.