Uno de los caballos de batalla del nacionalismo fragmentario es sin duda la batalla historiográfica, tratando de construir, en este campo, una versión creíble, verosímil, por fantástica que sea, según la cual la nación fragmentaria (la vasca, la catalana, la gallega, etcétera) se encuentra ya formada, prístina, reluciente, impoluta, autosuficiente, recién estrenada, en un tiempo más o menos remoto (in illo tempore), pero siempre necesariamente anterior a la formación de España.

Es fundamental en el cuento o historieta (storytelling) nacionalista una existencia, una vida anterior a la existencia de España, reservada para estas sociedades. Porque probar una autosuficiencia previa es una manera de justificar una autosuficiencia futura, lo que significaría, sencillamente, y esto es lo que busca el nacionalismo fragmentario, que España sobra (goodbye, Spain).

Así que probar la inexistencia medieval de España sería tanto como probar su artificiosidad como Estado moderno, su inautenticidad como nación, una autenticidad que quedaría reservada para las naciones, se supone, anteriores y que sí vieron la luz en ese albor ideal, de vida floreciente y rica en tradiciones (institucionales, ceremoniales, literarias, etcétera) que fue la Edad Media.

Le interesa, al nacionalismo separatista, el que España no estuviera ya allí para justificar así su desaparición actual: ya que no hay nación española en el medievo (que es cuando surgen realmente las naciones), pues entonces tampoco queda justificado un Estado correspondiente, y ello significa, por tanto, que España (que no es más que un epidérmico Estado español, sin carnaza nacional) tiene que acabar.

Pues bien, de la misma manera que existe prueba documental, histórica (es decir, real), de la existencia medieval de España como entidad política, también hay prueba documental de la existencia de España como entidad antropológica o sociológica. Esto es, nacional (y no solamente política).

En esa línea antropológica o sociológica (más que política), quizá haya sido Américo Castro, en disputa con Sánchez Albornoz, el que más haya insistido en el reconocimiento de la realidad étnica, esto es, nacional (gens, natio), de los españoles a partir de su formación, justamente, en la Edad media, y no antes (Albornoz habla, por su parte, de un homo hispanicus surgido aún con anterioridad, pero lo hace de un modo, ahora sí, mitológico, casi bajo la especie de la eternidad, y no histórico).

A partir de un trabajo del romanista suizo Paul Aebischer, que se encuentra en el libro Estudios de toponimia y lexicografía románicas (CSIC, 1948), y que afirma el origen provenzal del gentilicio español, Castro rastrea en la literatura castellana este término y confirma que, en efecto, no es un término anterior al siglo XIII ("El nombre de español no aparece como étnico en ningún sentido antes del siglo XIII", Américo Castro, Sobre el nombre y el quién de los españoles).

Antes de su adopción, a los oriundos de la península se les denomina, sin más, cristianos, en el contexto de la pugna entre las tres castas que Castro utiliza, como es sabido, como factor clave en la formación de la vida hispana. Estudios posteriores reafirman el origen occitano del gentilicio español, para remontar su origen como mucho al siglo XII (nunca más atrás), entrando en la península a través de la fuerte inmigración franca procedente del Mediodía francés (eso dice Rafael Lapesa en el Prólogo al libro de Américo Castro Español, palabra extranjera: razones y motivos, Taurus, 1985).

Todavía en el siglo XIII, la historiografía hispana –nos referimos a las obras del Tudense (Lucas de Tuy) y del Toledano (Jiménez de Rada)– tiene como referencia nacional (étnica), en tanto que sujeto histórico, a la nación goda, de tal modo que no se va a reconocer desde esa historiografía una realidad hispana diferenciada si no es ligada a esos grupos germánicos, que se integraron con los romanos en el seno de la Península Ibérica y el Mediodía Francés (Reino de Tolosa, primero, y después Reino de Toledo).

Sin embargo, cuando en los prolegómenos de la Batalla de las Navas, en el año 1212, el propio Jiménez de Rada ordene que los pueblos transpirenaicos, que venían en apoyo cruzado de los cristianos peninsulares, regresen a sus lugares de origen, y sólo sean las mesnadas hispanas las que formen parte del ejército cristiano, habrá un reconocimiento ya muy claro de los españoles como realidad singular antropológica: Soli Hispani, dirá Rada (VIII, 6º). Es decir, sólo los españoles. Y, claro está, todos los allí reunidos le entenderán perfectamente (no habría ningún politólogo que le saliera al paso para decir que se trataba de un "concepto discutido y discutible").

Es más, en las Navas, una vez reunidas las tropas, únicamente formadas por españoles, estos son arengados por el rey de Castilla Alfonso VIII, subrayando, justo antes de la batalla, el carácter común nacional (étnico) de españoles, al margen del reino del que sean súbditos naturales. Así lo cuenta, este dramático momento, Alfonso X en la Crónica General: "[Alfonso VIII] apartóse otro día con los de Aragón et portugaleses et gallegos et asturianos, essos que y [allí] vinieron; et díxoles assí el rey don Alfonso: 'Amigos, todos somos españoles" (Primera Crónica General de Alfonso X).

Ahí está, existente, compareciente, la nación española, en los documentos del siglo XIII, reconocida en su singularidad antropológica, e integrada por gallegos, vascos, catalanes, navarros, etcétera (sí, también portugueses, como el propio Camoens reconocerá en el XVI).

Tanto es así que, salvo que sometan a los archivos a un proceso tipo Farenheit 451, a través de uno de esos Ministerios de la Verdad, ya no la podrán hacer desaparecer de ninguna manera.

Y ni siquiera así podrían decir que no estuviera.