No lo van a creer, pero si finalmente me salvo del contagio, le deberé la vida al coronavirus. Desde que nací he sido una víctima del estrés. Tengo escrito en alguna parte que con cuatro años no me mandaban al colegio porque me daba estrés. Las monjas me daban estrés, la profesora de matemáticas me daba estrés. Y las matemáticas, pues me costaba mucho dibujar el ocho tumbado que representaba el infinito. Al final, resultó que los problemas de estrés los tenía la profe de matemáticas por mi culpa, por mi grandísima culpa.

Pero no acaban ahí los problemas. También me daba estrés hacer gimnasia, madrugar, saltar al potro o aprender una poesía y declamarla en público. Sobre todo, me daba estrés comer y no dejar nada en el plato. Eso era lo peor. Pasaba horas con la comida en el plato y me causaba estrés oír lo que decían a mi alrededor: "Termina", "mastica", "traga", "se te va a enfriar la carne", "no pongas los codos en la mesa"…

Como no terminaba, ni masticaba, ni tragaba, la cuidadora, que entonces no se llamaba así porque la palabra no existía, se trasladaba conmigo a la cocina y juntas nos estresábamos. Pero las reprimendas iban a más, así que empezaba a vomitar y no paraba.

Cuando crecí un poco, mi estrés fue a más. Ahora ya no tengo mayores que me lo recuerden, pero a los ocho años me arranqué las pestañas de raíz y tuvieron que inmovilizarme los codos para que no pudiera tocarme los ojos con la mano.

Cuando acabé con las pestañas, el estrés se manifestó adoptando todas las formas posibles e imposibles de agorafobia. Me daba estrés cruzar la calle, subir al autobús y bajar al metro, ir al cine, a conciertos, a manifestaciones del 8M y a cualquier acto que reuniera a más de una docena de personas.

Gracias a los psicofármacos y a sesiones intensas de conductismo calmé bastante el estrés y logré mejoras sustanciales. Pero lo que la psiquiatría arreglaba lo desarreglaba el ejercicio de la profesión y la servidumbre de los eventos a todas horas. Los picos de estrés eran constantes.

En marzo de 2019 comenzó la pandemia y lo que para muchos fue una pesadilla mortífera y encadenada, para mí fue el final del estrés. Ayer, por primera vez, salí a la ciudad a ver las luces navideñas y comprobé que todo Madrid estaba en la calle. A la gente le va el estrés.

Menos mal que el Gobierno tiene recursos para devolvernos la calma. Ahora mismo, mientras escribo, suena un soporífero discurso de Sánchez que se cuela en el teclado, produciendo errores disléxicos en el texto. Desde que no tengo estrés y los políticos cantan nanas, vivo feliz y arrugada como un gusano.