30 de noviembre, Ibiza. Quim Torra, ayudado por un súbdito ibicenco, sujeta un mapa comarcal que cubre un territorio que va desde el sur de Francia a la Comunidad Valenciana y desde parte de Aragón a las Islas Baleares –rica colonia de Ultramar– al este. “Celebramos el éxito de la reedición del Mapa Ballester de los Países Catalanes. Su presencia por todas partes hará que mucha gente pueda conocer cuál es el ámbito de la Nación Catalana”, publica en sus redes sociales.

2 de diciembre, víspera del Día de Navarra. Pamplona. Bakartxo Ruiz y Joseba Asirón, portavoces de Bildu en el Parlamento foral y el Ayuntamiento de Pamplona exigen la creación de una “República Vasca Confederal” que incluya la comunidad autónoma vasca y la navarra.

“Lo decimos con claridad” (ya saben a lo que llaman claridad los de Bildu), “Navarra no puede vivir de espaldas a otros territorios vascos”.

Molesta, sí, esa chulería, ese desprecio absoluto del anexionista hacia la voluntad de los supuestos anexionados. Esa falta de respeto no ya por el marco legal –¿acaso alguna vez les ha importado?–, sino por la autonomía de esas comunidades que pretenden suyas.

Llama la atención que no haya separatismo sin anexionismo y que sean los territorios históricamente irrelevantes –los que nunca fueron reinos– los que se arroguen la propiedad de los que sí lo fueron. Pero nunca fue la Historia el punto fuerte de los que consolidaron sus privilegios llegada la Democracia, gracias a derechos históricos imaginados por sus élites en el siglo XIX.

Tanto lo de Torra como lo de los bilduetarras, podría parecer la expresión de un deseo más extravagante que otra cosa o la típica y reiterada ensoñación lisérgica de los separatistas catalanes y vascos, tan dados a los relatos míticos, las leyendas románticas, los héroes epónimos y el folclorismo aldeano.

Podría parecer, pero no lo es. La “nueva era” apuntalada por Podemos y por el PSOE hace que, además de sentirnos aludidos los de los territorios a anexionar, empecemos a pensar que todo es posible, incluso lo más ridículamente improbable.

Algunos siempre supimos que la lengua era el caballo de Troya. Que esa mal llamada “unidad lingüística”, que en el caso balear incluyó cambiar en el Estatuto el nombre de nuestra lengua por el de otra comunidad autónoma, no era más que una excusa para consolidar, paso a paso y en el momento propicio, una unidad política a la que, de todos modos los separatistas, hacían continuamente alusión.

Mientras fueron los considerados en Madrid, como educados y razonables nacionalistas, quienes ejercían su influencia tanto en sus comunidades como en la capital de España, se creyó que la ambición de esa patria vasca que incluía las Vascongadas, Navarra y el territorio vasco francés, no debía ser tenida en cuenta. Mucho menos los Países Catalanes o la Nación Catalana.

Se olvidaron en Madrid de que un nacionalista no miente en sus propósitos, si acaso los pospone. Y lo más importante, miraron para otro lado mientras esos educados y razonables nacionalistas, dedicaban recursos ingentes a ir creando, bajo la excusa de la lengua y la cultura común, las bases de una comunidad política.

Tanto en Navarra, como en la Comunidad Valenciana o Baleares, gobiernan socialistas con los socios que han elegido (en Baleares, ni siquiera los necesitaban). Sus dirigentes apoyan expresamente la idea de un estado federal, pero no un estado federal cualquiera.

Mientras Chivite sigue la hoja de ruta que trazó Geroa Bai y dicta Bildu, los presidentes de Baleares y la Comunidad Valenciana, Francina Armengol y Ximo Puig, quizás porque no ven preparado a su electorado para asumir lo de la Nación Catalana, abogan por una “Commonwealth mediterránea” en una España federal, que aunque lo de mediterránea les pueda llamar a engaño, no incluye Murcia o Andalucía sino sólo los territorios de esa nación catalana.

Y así, mientras nos tienen perdidos en el marasmo de la pandemia, intentando acoplar nuestras necesidades a una realidad imposible, ellos, paso a paso, sin perder una sola oportunidad, nos van deconstruyendo España.