Estas líneas versan sobre la serie televisiva Antidisturbios, por lo que alimentan la conversación surgida a su alrededor y van a contribuir, así sea en una medida irrisoria, a aumentar su audiencia. No le pesa a quien esto escribe, al revés: el talento que en el manejo del lenguaje audiovisual y en la dirección de actores demuestra su realizador, Rodrigo Sorogoyen, asegura que contemplar sus creaciones siempre resulte interesante.

Contra la visión que da Sorogoyen de los policías, y más en concreto de los que forman las unidades de intervención, se han alzado voces airadas que reprochan que la dirección general de la Policía prestara asesoramiento y apoyo a la serie. Nunca se debió ayudar, alegan, a la producción de un relato televisivo que muestra a un par de policías metiéndose ansiosos unas rayas de cocaína o al grupo al completo excediéndose en el empleo de la violencia. La respuesta de la dirección general ha sido astuta y no exenta de elegancia: el relato es una ficción y aquí no nos ocupamos de dirigir en qué sentido deben ir las ficciones.

En efecto, las ficciones, ficciones son, y en una sociedad democrática debe garantizarse la libertad de quien las crea para darles el sesgo que tenga por más adecuado a su relato, incluso para dejarse llevar por sus prejuicios, si los tiene, y de eso nadie está limpio; no sólo en relación a la policía, sino a propósito de cualquier aspecto de la sociedad y de la existencia. Las ficciones no son representativas más que de sí mismas, incluso cuando el que las construye se postula como cronista de una realidad.

Por otra parte, mostrar a un policía violento o drogadicto no quiere decir que todos lo sean, ni siquiera en la realidad, donde los hay, incluso corruptos y delincuentes, sin que ello impida el servicio que a la ciudadanía prestan sus compañeros íntegros. El creador pone el foco donde quiere y le interesa, por razones que sólo a él corresponden y de las que sólo él va a responder.

Porque esa, le guste o no, es la otra cara de la moneda: el peaje de la libertad. Si extravagantes resultan el escándalo y la exigencia de sabotear a quien no cuenta lo que nos gustaría, no menos asombroso resultaría que en una sociedad democrática no cupiera criticar, incluso reprobar artística o intelectualmente una ficción dada, por más talento que tenga su autor. Cuando uno elige el foco de su historia, debe asumir el precio de apuntar a donde apunta. Debe aceptar que pueden no comprárselo, y también que se cuestione la verosimilitud y la oportunidad de su apuesta, sobre todo cuando uno habla de realidades que le son ajenas y de las que sabe por fuerza menos que quien las vive.

Algunos querríamos que en la ficción audiovisual española se diera un lugar intermedio entre los productos edulcorados y propagandísticos y la visión tenebrosa que ofrece Antidisturbios de unos servidores públicos en su mayoría honrados, rigurosos y comprometidos. Por desgracia, no parece existir ese lugar, y ya se ve en otras ficciones audiovisuales como Patria, donde los guardias civiles sólo comparecen para destrozar viviendas —bajo la mirada del secretario judicial y con sus habitantes fuera, cosa de veras pasmosa— o magrear a las chicas en los controles. Por suerte, a los que leemos nos queda el consuelo de la literatura, donde ya hay multitud de narradores que exploran ese espacio de realidad que es también un fecundo yacimiento de ficción.

Sin embargo, igual que no compartimos la indiscriminada y anacrónica visión anti que muchos tienen de los policías, no nos dejamos arrastrar a la cruzada anti Antidisturbios. Que cada cual cuente lo que quiera, que quien no le vea valor lo exprese sin que se le hagan aspavientos y que cada uno vaya eligiendo las ficciones que considere que mejor le cuentan el mundo.