Hace poco, un amigo me regaló el libro El Colgajo, en el que Philippe Lançon, superviviente del ataque a la redacción de Charlie Hebdo, reconstruye su vida tras el atentado al ritmo que los médicos reconstruyen su mandíbula.

Hay un detalle que me impresionó muchísimo, una imagen que me persiguió durante días: el cuerpo sin vida del dibujante Tignous fue encontrado con un bolígrafo entre los dedos, en posición vertical. El ataque le sorprendió mientras dibujaba y debió ser tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de soltarlo, ni como acto instintivo siquiera. Murió haciendo, precisamente, aquello que le costó la vida.

Pensaba en eso cuando leí la noticia del profesor francés decapitado por un fundamentalista porque en una clase sobre libertad de expresión mostró unas caricaturas de Mahoma. Había avisado antes de hacerlo a sus alumnos musulmanes de que, si pensaban que aquello podía herir su sensibilidad por sus creencias religiosas, podían abandonar la clase. No fue suficiente esa consideración para salvarle la vida. Murió por las mismas caricaturas por las que ya habían muerto doce personas, entre ellos Tignous, en la redacción de Charlie Hebdo cinco años antes.

La reacción, la condena a este asesinato, debería ser unánime y contundente. En lugar de ello, uno se sorprende al leer cosas como que las caricaturas no son humor, son una falta de respeto. O que publicarlas fue imprudente, que se arriesgaban a que ocurriese una desgracia. Que se ha ofendido las creencias religiosas de muchas personas. Incluso que una ONG francesa recauda fondos para ayudar al padre de una alumna de Samuel Paty, el que inició la campaña en contra del profesor. Que la libertad de expresión no merece una vida o una guerra, he llegado a leer. Ojo a lo perverso de esto: occidentales supertolerantes e hiperconcienciados justificando que el miedo sea el que dicte los límites de nuestra libertad.

No es momento de multiculturalidad mal entendida, de respeto a minorías violentas, tolerancia de pacotilla o de un ridículo temor a que se nos tache de islamófobos por manifestar, alto y claro, nuestro completo rechazo hacia actos despreciables y atroces. No hay peros. No hay matices. Condenar flojito aquí es justificar.

Lo que está en juego es la defensa de nuestras libertades democráticas ante posturas radicalizadas que están aprovechando su condición de minoría -ejerciendo de víctimas, esa otra condición pasiva elevada últimamente por wokes desnortados a categoría de heroicidad- para tratar de imponerse.

No podemos caer en la trampa de confundir el desprecio hacia un acto violento y horrible con una muestra de racismo, el rechazo a las facciones más radicales con intolerancia hacia las creencias de musulmanes pacíficos. Porque nada tiene que ver el hambre con las ganas de follar. Y debemos ser firmes ante el peligro que esa confusión implica.

Nada tiene que ver el respeto hacia unas creencias religiosas, las que sean, con permitir que esas ideas supongan, terror mediante, una merma en nuestras libertades o un peligro para nuestras vidas si decidimos seguir haciendo uso de ellas. Y el primer paso para dar esta batalla por perdida es, precisamente, cualquier pero que pongamos detrás de la repulsa. ¿Que puede ofender a algunas personas? Que no presten atención ¿Que eran provocadoras, innecesarias, insensibles, irrespetuosas o arriesgadas? Muy respetable su opinión. Su tabaco, gracias ¿Que no eran graciosas, que eran de mal gusto? Sus autores no tenían la obligación de ser graciosos ni elegantes, lo que tenían era el derecho de ser libres.

Todos deberíamos tener nuestros bolígrafos en vertical. Sin miedo a que puedan tumbarlos por lo que de ellos salga. Ni siquiera en nombre de las más justas de las causas, ni de un Dios o un profeta. Sin más límites que los que marque la ley. Y, desde luego, jamás los que marque el miedo.