Estupefacta me hallo.

A mediadios de septiembre se decretó el confinamiento de varios barrios en Mallorca. En un momento en el que, en otro año por esas fechas, estaría despeñándose el último inglés de la temporada desde un balcón de Magaluf, en este septiembre pandémico se marcaba la isla un confinamiento selectivo. El covid -no voy a llamarlo LA covid, os pongáis como os pongáis, enfermeras del mundo- se estaba expandiendo de nuevo y había que controlarlo.

Obviamente, los barrios más afectados no eran Son Vida ni Bendinat. Allí no viven hacinadas doscientas almas en un piso interior de 60 metros cuadrados. Pero no hubo protestas ni manifestaciones. Nadie salió a gritar que se les encerraba por pobres, o por inmigrantes, o por pelirrojos. Había un rebrote, tras aquellas jornadas de puertas abiertas que resultaron ser los recibimientos con jolgorio desmedido a los alemanes con segunda residencia, no fuera que decidieran irse con sus millones de euros a otras costas, y había que solucionar el desaguisado antes de que fuera demasiado tarde.

Cuando se anunciaron medidas similares en Madrid yo, que soy candorosa por naturaleza, pensé que ocurriría como en Baleares, que se entendería la medida como un intento de controlar una situación de emergencia sanitaria tratando de dañar lo menos posible a una economía ya maltrecha. Que, tras un confinamiento tan estricto como el que ya habíamos pasado, este mal menor sería llevado con resignación y displicencia por quien le tocara en suerte, callejero mediante.

Pero qué va. Lo que en Mallorca fue una medida sensata y entendible, en Madrid era una falta de respeto, un atropello a la razón. Un claro acto de fascismo, de clasismo, de segregación. Un esputo en el ojo de la buena fe, de las buenas ideas y del bien. Lo peor.

La única diferencia que hay entre Baleares y Madrid, entre un confinamiento selectivo y otro, es quién gobierna en cada autonomía. Así que quizás el problema no sea tanto qué sino quién. Porque, si no, yo no lo entiendo. Como apunte al margen, pero del todo significativo, en ambos casos y tras las restricciones decretadas por las autoridades autonómicas, hubo una mejoría en la tasa de incidencia.

Me llama mucho la atención, además, que se grite hasta el desgañite -disculpadme el ripio involuntario- que las medidas tienen el ánimo de segregar y que son clasistas. En Madrid, solo en Madrid. Que dé igual, en realidad, que la incidencia de contagios sea, efectivamente, mayor en esos barrios e, incluso, las razones por las que eso ocurre. ¿No sería más lógico tratar de analizar las causas de por qué eso es así, después de tratar de frenar lo que está ocurriendo, y evitarlas en la medida de lo posible? Aquí, de nuevo, se cae en la reducción simplista, en la consigna fácil y, a poder ser, rimando -Ayuso fascista, eres una clasista-.

Que quepa en una chapita, que de corear sea facilita -yo también sé hacer rimas sandungueras-. ¿En serio, con la que está cayendo, alguien con dos dedos de frente puede pensar que la prioridad de Ayuso en esta vida y en este momento es dividir a los madrileños porque es manifiestamente aporofóbica? A ver si, mientras nosotros estamos pensando si se trata de priorizar sanidad antes que economía o al revés, alguien está poniendo por delante de todo -y por encima- el poder.

Pero tampoco quiero ponerme dramática. Podría ser peor. Podría estar pasando todo esto y, además, que fuésemos Mainat.