Ando muy filosófica últimamente, probablemente para evadirme de la mierda marciana en la que andamos inmersos. Unos beben, otros hacen deporte compulsivamente y a algunas nos da por ordenar los cajones del coco, o por intentarlo, al menos.

Ante la imposibilidad de comprender el proceso mental de aquellos que manejan nuestra barca, que ya lo decía Remedios Amaya, a la deriva me lleva, voy a apañar el mío. Leo cada día algo que trate sobre filosofía, me tiene entusiasmada El arte de pensar, de José Carlos Ruiz.

El problema es que, en este caso, es complicado doblar mis jerseys mentales. Aquello en lo que se basa mi pensamiento crítico se ve vapuleado en todas direcciones una y otra vez. Porque uno de mis principios es que debemos actuar con libertad de pensamiento, hacerle caso a la intuición, que es listísima. Otro es que debemos pedir consejo a quien comparta nuestro criterio, nuestra manera de ver la vida. Por último, estoy convencida de que buscar siempre el reconocimiento ajeno nos puede sumir en una espiral de insatisfacción horrible.

Pero entonces llega Ayuso, que va por libre y de qué manera, que no escucha a nadie y a la que le importa un huevo que la pongan verde. Ante este panorama, se me caen todos los argumentos sobre los que he construido esto que soy. Vaya tela con la presi.

Me recuerda a aquellas amigas de la adolescencia, atolondradas permanentemente, que traían el uniforme de deporte todos los días menos el que tocaba; que soltaban unos rollos eternos e incomprensibles que no le interesaban a nadie, pero que todos escuchábamos por educación y también porque nos daba un pelín de lástima.

Con el resto del panorama político me pasa algo parecido, porque nunca comprendí que nadie expulsara para siempre a los que se empeñaban en jorobarnos la vida, ya fuera interrrumpiendo la clase con comentarios inadecuados, rayando los pupitres o impidiendo que los demás viviéramos tranquilitos.

Somos un poco así en España: andamos con miramientos ante el que no lo merece. Lo vivimos con los (supuestos) amigos; con las parejas; con los parientes que, por serlo, parecen dotados de inmunidad ante cualquier falta de respeto. Una vez llegan a su puesto, no hay Dios que les mueva así destrocen a la familia entera. O al país entero.

Ya lo dije en mi columna anterior, nuestros políticos ni son listos ni son inteligentes. Ahora empiezo a pensar que, además, no son las mejores personas del planeta. Y estoy siendo de un sutil para nada habitual en mí. La buena gente, cuando no se ve preparada para afrontar una situación, aparta y deja actuar a los que saben. No es el caso, a los hechos me remito. De aquí no los mueven ni con agua caliente.

Los ciudadanos, tal cual estuvieran ante ese cuñado cabrón que les jode todas las cenas familiares, permanecemos calladitos con la cabeza gacha, acatando cualquier barbaridad que ordene el cuñado. Solo que aquí hay cuñados, suegros, primos y, por si éramos pocos, parió la abuela (el que faltaba era Torra llamando a la sublevación, la madre que lo parió). 

Cualquiera diría que estamos en minoría ante esta panda que, cuales gamberros callejeros, solo se ocupan de pelearse para así mantener el poder, impasibles ante el sufrimiento de los que les rodean. Irresponsabilidad se llama. Otra vez la sutileza rebajando intensidad a lo que de verdad quiero escribir, pero es que esto no va de erizar los ánimos, sino de pedir un poco de sentido común, de verdad, de medidas acordadas por aquellos que sí están buscando la solución, o sea, los listos, los inteligentes, la buena gente. Científicos y médicos, resumiendo.

Volviendo al tema de la filosofía, el problema no está en dudar, sino en saber cuándo dudar y dónde encontrar los recursos para resolver los problemas. Victoria Camps decía que, ante la duda, mejor pensar dos veces para no dar respuestas airadas. Señores políticos, lean a Victoria. Lean algo. Piensen. O lárguense. Lo que sea, menos esto.