La inhabilitación del president Torra ha reactivado el lamento con el que el nacionalismo catalán lleva años atormentando a la población española. Mientras los brutos queman contendores, los finos escriben editoriales aseverando que el fallo del Supremo es una prueba más de que existe un conflicto político irresuelto, que conviene encauzar por los medios adecuados.

Evidentemente, la intelligentsia nacionalista sólo ve conflictiva la reacción de la Justicia; jamás la acción que la motiva. En todo caso, es de admirar la facilidad con que los infatigables apóstoles del nacionalismo colocan sus barajas trucadas en la discusión pública y comienzan a dar juego.

Ante las elecciones al Parlament, que a buen seguro nos regalará la entrada en 2021, debemos estar preparados para una ofensiva que pretende enmarcar el debate en los términos que desea el nacionalismo. Torra, sostienen los nacionalistas, es el segundo presidente de Cataluña depuesto sin la aprobación de la ciudadanía que lo eligió. Esto, nos dicen, demuestra que algo grave está pasando: si los cargos electos infringen la Ley, la culpa es de la Ley. ¿Y cómo hemos de afrontar esta anomalía? Evidentemente, buscando cauces extrajudiciales y para-institucionales. Es decir, creando "espacios de diálogo" donde hablen sólo quienes ellos consideren y de los temas que estimen oportuno.

El tema estrella, claro está, es el referéndum. Pero esta vez la discusión tiene otro matiz. Al nacionalismo le conviene hacer una lectura plebiscitaria de las elecciones, así que el mantra es el siguiente: "Nos decían que no teníamos legitimidad porque estábamos en el 47%, ¿qué pasa si ahora superamos el 50%?".

Obviando la paradójica circunstancia de que eso sucederá sólo si baja la participación, el argumento no tiene fundamento alguno. En primer lugar, porque desde el punto de vista legal un 51% de voto independentista es igual de irrelevante que un 99%. Las constituciones existen, precisamente, para blindar los derechos frente a las mayorías: si ese alto porcentaje quisiera emplearse, por ejemplo, para retirar la ciudadanía española a los ciudadanos musulmanes, seguro que muchos celebrarían el escudo constitucional. Del mismo modo, ningún español puede ser convertido en extranjero en ningún rincón de su país.

Pero el escollo legal no es el más importante. Lo que el nacionalismo no entiende es que, de alcanzar el 51% del voto, seguiría habiendo un 49% de catalanes contrarios a la independencia. Y es improbable que estos ciudadanos sean sensibles al nuevo argumentario, dado que al nacionalismo no le ha importado jamás que los constitucionalistas sumaran más del 50% hasta ahora. Al contrario, sólo ha provocado que intensificaran la presión nacionalizadora. Con lo cara que se ha puesto la vida para el no nacionalista en Cataluña, lo sorprendente es que el omnipresente nacionalismo no capte el 100% del voto.

Finalmente, está la posibilidad, cada vez más real, del indulto. No es un tema menor, pues lo único que ha mantenido al nacionalismo dentro de la legalidad en los últimos años ha sido el miedo a la Justicia, última trinchera de nuestra democracia. Pero si constatan que el Ejecutivo está dispuesto a sortear al Poder Judicial por pura conveniencia electoral, estamos perdidos. Me viene a la mente un viejo chiste de Emo Philips: "Cuando era niño, todas las noches rezaba por tener una bicicleta nueva. Pero pronto me di cuenta de que el Señor, en su sabiduría, no funciona de ese modo. Así que robé una y le pedí que me perdonara".