Es difícil no tener la impresión de que el virus ha ido siempre por delante de las decisiones adoptadas para frenarlo. En parte porque la irrupción de la Covid pilló a Europa por sorpresa debido a una mezcla de imprudencia, soberbia y desconocimiento respecto de las señales de alarma que llegaban de China o Corea. Pero principalmente por la ausencia de mecanismos de jerarquía, cooperación y lealtad entre las distintas administraciones del Estado en el caso de requerirse -como es el caso- respuestas prontas y unívocas frente a la pandemia.

A los fallos estructurales de un Estado excesivamente descentralizado y burocratizado se ha sumado la cultura política española, que bascula hacia el enfrentamiento tacticista y sin cuartel cada vez que la derecha es desalojada del Gobierno central. La existencia, además, de una corriente mediática excesivamente partidista, y más proclive al bramido, la alharaca y el desuello que a la crítica constructiva, ha sido la guinda que faltaba a este aquelarre de la impotencia.

La consecuencia inmediata de este combinado de calamidades se vio durante la desescalada, cuando la deslegitimación permanente del Gobierno y una oposición ilógica al estado de alarma se articuló en una oratoria de asustaviejas sazonada con los eslóganes más manidos del liberalismo de baratillo.

De aquellos lodos, este desastre. Para disfrazar conceptualmente la partida, se esgrimió un pulso marciano entre economía y salud que no solucionaba el frenazo en seco de la actividad productiva ni servía para remediar la epidemia. En definitiva, se boicoteó la desescalada hasta invalidarla y se buscaron pretextos de saldo para centrifugar responsabilidades.

El ejemplo más grosero y recurrente ha sido señalar el aeropuerto de Barajas como “coladero” del virus, en flagrante desprecio de la realidad. El porcentaje de casos importados no llega al 0,5% y la evolución de los contagios en Madrid demuestra que la pandemia se ceba precisamente con los barrios humildes, menos atractivos para el turismo y donde más frecuente es el hacinamiento en las viviendas y la masificación del transporte público.

En coherencia con tanto disparate, la Comunidad de Madrid ha impuesto un confinamiento parcial, absurdo, insolidario respecto del sacrificio que se exige a los ciudadanos afectados, y no acompañado de medidas compensatorias en forma de recursos sanitarios y asistenciales adicionales.

El Gobierno ve insuficientes las medidas adoptadas hasta ahora y reclama mucha más contundencia en las restricciones, pero las competencias son de las autoridades regionales, que consideran una injerencia y una deslealtad el emplazamiento. La polémica entre Illa y Ayuso se puede interpretar como se quiera, pero inaugurando geles y emplazando a los ciudadanos a decidir si quieren ser virus o vacuna no se solucionará la escalada de contagios ni se aliviará la saturación progresiva de las UCI y los hospitales.