Las empresas biotecnológicas desarrollan interfaces cerebro-máquina para crear personas con capacidades mejoradas por encima de la naturaleza falible. Los expertos aseguran que tener la memoria de un tísico, el pensamiento multidimensional de un chamán o la felicidad inexpugnable de los bebedores de soma estará al alcance de cualquiera con tan sólo pulsar un botón.

La duda es si ese ser humano mejorado con microchips y electrodos en el córtex redimirá al mundo de sus pecados, o si -muy al contrario- el advenimiento de un nuevo hombre traerá consigo otra orgía de sangre, dolor y destrucción como la que barrió nuestro terrible siglo XX.

La Historia nos enseña que todo proyecto de mejora ha de medirse no tanto por la audacia de su planteamiento como por sus consecuencias. Y la vida nos muestra que la conllevanza de los días y una grata coexistencia suelen ser obra tanto de nuestras pocas virtudes como de nuestras muchas limitaciones y defectos.

Recuerdo un profesor de literatura que, por el prurito de educarnos, y decidido a disuadirnos de la holgazanería y el hachís, proclamaba a voz en grito que “los hombres somos voluntad y memoria”. Aquello nos seducía e inquietaba porque los adolescentes de entonces idolatrábamos a Nietzsche. Sin embargo, este perro mundo me ha enseñado, como a Tucídides, que recordamos en consonancia con lo que padecemos, de tal modo que la desmemoria y el desistimiento suelen ser bienhadados paliativos.

Hay motivos sobrados para pensar que la humanidad colapsaría de mano de superhombres inasequibles a la finitud de sus capacidades. ¡Sólo un crédulo o un fanático del progreso creería que la tecnología, la ciencia y la medicina borrarán algún día la melancolía y la maldad de la faz de la tierra!

La memoria está sobrevalorada, como ya demostraron los primeros vecinos de Macondo durante la epidemia de insomnio. Si no fuera por el lujo de hacerme notario o ganar Pasapalabra, no encuentro ventaja alguna en que una alteración premeditada de mis ondas cerebrales acabe rompiendo el dique que protege mi indeterminado presente de mi populoso y rumiante pasado.

¿Qué sería de todos nosotros si no fuéramos capaces de dejar atrás nuestras pasiones pretéritas y nuestras cuentas pendientes, acosados por una memoria puntillosa y constante? Si todo el mundo recordara el detalle de cuanto fue, la tierra sería una tiranía de amores inextinguibles y rencores eternos, de tal modo que la presencia constante del ayer se convertiría en una fuente inagotable de angustia y animadversiones, cuando no de una invivible vergüenza.

Tener memoria de elefante, ser muy rápido en los razonamientos y disponer de una capacidad de atención y concentración ilimitadas puede convertirse en una trampa para osos si tan apreciadas habilidades nos son dadas sin mesura.

¿Cómo llevar una vida en paz y armonía si la incapacidad de olvidar nos impide pasar por el tamiz de la indiferencia el recuerdo de un antiguo amor o la imagen de esos traidores que un día parecieron ser amigos?

Si quieren un consejo: olviden mientras puedan. Pero no cometan la prepotencia y la injusticia de perdonar a sus semejantes.