Asmodeo, Belzebú, Lucifer. Pronunciar el nombre de un demonio equivale a invocarlo, así que quien no quiera que se le aparezca, no debe nombrarlo, nunca, jamás, bajo ningún concepto. Eso dicen los que creen en esas cosas.

También los niños se tapan los ojos o los cierran con fuerza cuando algo les asusta como si con esos gestos pudiesen hacer desaparecer los monstruos reales o imaginarios que les visitan. Lo cierto es que cuando retiran sus manos, cuando abren sus ojos, siguen ahí.

Algo parecido pasa con Vox. Pedro Almodóvar les niega la existencia (sic) como si por su santa voluntad, como los demonios o los monstruos infantiles, pudiese hacerlos evaporar o como si, para su desgracia, ser y existir fuesen lo mismo y en el caso de ese partido, lo uno o lo otro dependiese de él.

Son muchos los que consideran que hacerse eco de las noticias que generan –es decir, dar fe de su existencia y de su actividad–, equivale a blanquearlos, en la idea de que si no se habla de ellos, quizás se diluyan como un mal sueño (el suyo).

La lista de ilustres demócratas partidarios de negar su existencia a base de hacerlos invisibles en los medios, es tan larga como el número de los que normalizan con entusiasmo la presencia de filoetarras en las instituciones. El último, el responsable de las redes sociales de la Policía Local de Palma de Mallorca (sí, un policía): "Queridos medios. ¿A qué esperáis para hacerles el vacío a los putos nazis? Dais asco al servirles de altavoz".

Pero nada tan efectivo y a la vez tan inicuo como quitarles la palabra –el vehículo con el que expresar la voluntad del votante– justo en el lugar en el que éste ejerce su soberanía. En el Parlamento vasco, por ejemplo.

Limitar de forma arbitraria el tiempo de intervención de la representante de Vox, Amaia Martínez, en todos los debates, a un tercio del previsto para el resto de grupos, no es una inocua interpretación del reglamento de la Cámara. Tampoco una adecuación proporcional a su número de votantes sólo alaveses (si así fuera, el PNV no tendría representación en las Cortes Generales), ni una rectificación de la presencia que sí se dio al único representante de UPyD, Gorka Maneiro.

Dijo Urkullu que “no establecería un cordón sanitario en torno a Vox si obtenían representación” como si él –señor de vidas y haciendas– estuviese en disposición de determinar quién está democráticamente sano y quién no, en el señorío feudal euskaldún.

Llamémosle cacicada entonces, si sólo queremos quedarnos en la anécdota que, como sin duda saben los de las nueces, en dos días queda olvidada.

Pero es algo más que una anécdota. Donde se han utilizado las pistolas para callar las voces molestas y esos que lo justifican se sientan ahora con pompa y autoridad cardenalicia a impartir doctrina, quitarle la palabra a alguien, tiene un significado mucho más grave que en cualquier otro lugar.

No quieren que se oiga la voz de Vox, ni para proponer ni para controlar al Gobierno. Quizás en el paraíso vasco, como antes en el catalán, tras esa fachada de eficiencia y progreso, se esconde más de lo que se quiere mostrar, y huele probablemente tan mal como el vertedero de Zaldívar, en el que la pérdida de dos vidas humanas ha cosechado poco más que silencio.

Antes eran las bombas las que no nos dejaban ver el bosque, y así durante décadas de excepcionalidad y favores debidos, se ha ido conformando un régimen en el que sólo cabe quien traga o a quien –equivocadamente o no– se cree domesticado. Y si algo falla, alguien habrá en Madrid que deba un favor o vaya a deberlo.

Limitar la representación, quitar la palabra. Con las pistolas o votando. Parece distinto, pero en el País Vasco, no deja de ser lo mismo.