Dice Quim Torra que no va a la conferencia de presidentes autonómicos —a la que estaba invitado en atención a su rango y posición institucional, no por sus prendas personales— para no blanquear a la monarquía y porque la situación de la epidemia en Cataluña reclama toda su atención. Dicho por quien debe su cargo al dedazo de Puigdmont, ungido a su vez por el dedo de Artur Mas, último líder de un partido autodisuelto por la maraña de diligencias judiciales que provocó su inclinación al cohecho y a la corrupción, lo primero parece un chiste. Por lo que toca a la epidemia propiamente dicha, la negativa es aún más grotesca: la única esperanza para Cataluña y los catalanes de salir del hoyo en el que los ha sumido la enfermedad, con cierre de industrias y caída récord del turismo por la desastrosa gestión de la crisis, es recibir el socorro de la UE, que sólo puede llegar a través del Estado miembro correspondiente. Le guste o no, ese Estado es el Reino de España, que es el que existe y el único reconocido en el ámbito internacional, con carácter general, y en el seno del club europeo a los muy relevantes efectos que aquí se dirimen.

De tanto repetirse el mantra de la república catalana, de tanto hacérselo replicar a los medios públicos secuestrados y a la amplia constelación de medios privados afines mantenidos con respiración artificial, Torra y los que con él alientan la llama anacrónica del procés han conseguido creer en esa entidad hoy por hoy imaginaria hasta el extremo de perjudicarse y perjudicar a sus compatriotas más allá de toda medida. Seguir agarrándose a una quimera cuando por la calle corre la más cruda desgracia y golpea a los más débiles es esperpéntico y roza la atrocidad.

La ausencia del president de la Generalitat en la foto donde se ve a todos los demás presidentes autonómicos es triste y es torpe no porque la reunión o la foto tengan gran trascendencia de por sí, sino por lo que simboliza. Que aquel que representa a todos los catalanes se ausente de los foros donde se dirimen las cuestiones esenciales de su comunidad, y que sea además el único que lo hace, tiene el efecto secundario de convertir a sus representados en una suerte de ciudadanos de segunda, que no están en la mesa donde se ventila su futuro. Tanto más, cuando en la foto y en la mesa sí estaba el lehendakari Urkullu, aunque sea público y notorio su poco entusiasmo por la monarquía y que en la comunidad autónoma a la que representa también la epidemia alcanza en estos días elevadas cifras de contagio. 

Los resultados de una y otra estrategia a la vista están. Sin ser un paladín de la nación española, Urkullu sabe mantener las formas ante aquellos con quienes se juega el futuro de los suyos y los pies sobre la tierra. Gracias a ello, su interlocución con el Estado es constante, fluida y provechosa, porque quien está en el Gobierno de la nación percibe que el partido y las ideas que representa aciertan a ser útiles al conjunto de los españoles. Y en contrapartida, su gestión facilita que los múltiples beneficios que conlleva la pertenencia a España, un país importante del más importante club de Europa, alcancen a sus conciudadanos. Lo de Torra y su titiritero remoto de Waterloo, en cambio, ya no tiene nombre. Los catalanes no se merecen tanta incuria, tanta ceguera, tanto desatino. No lo merecen ni siquiera quienes los votaron; menos aún los que no lo hicieron y nunca lo harán.