La semana en la que estalló la pandemia pensé en llamarte mil veces, pero no quise asustarte. Dónde estás. Dónde estás. Dónde vamos a tomar una cerveza ahora que ya no quedan lugares seguros.

Habíamos sido muy felices, mucho, pero no podíamos saberlo: nos pasábamos la vida quejándonos del sistema -señalándole de cerca los defectos, hablando de él siempre como de un enemigo omnímodo, que nos ataca por todas partes; politizados, jóvenes, insatisfechos-, y no habíamos reparado en que un equilibrio finísimo, subterráneo, sutil hasta la invisibilidad, preservaba lo fundamental: que vinieses a mi casa con un salmón fresco para cocinar, que yo le pintase los labios a mis amigas en los baños de las discotecas, pasear por el barrio el sábado por la mañana hasta encapricharnos de la lencería o el vermú, acariciarte-la-cara, saludar a los demás siempre en bienvenida, como si no pudiéramos hacernos daño.

Compartir aire en el ascensor, viajar en tren, confesarnos en los taxis; charlar sobre cosas frescas e irrelevantes, mirar qué cara pones ante una escena en el cine -fascinado como un niño, iluminado por la pantalla-, sentarnos apretaditos en el Teatro del Barrio sin temer a ninguna tos furtiva. Buscar sillas en el Oro y Plata para los que aún no han llegado, conocer a los amigos de nuestros amigos, acercarme a un cabello para adivinarle el perfume, pasarme un poco de rosca en una broma y ponerte la mano en la pierna como forma de decir “es coña, mi amor”.

Todo eso era genial, pero cómo íbamos a distinguirlo, putísimos hijos del Estado del Bienestar, creyendo que nos lo merecemos todo desde hace más de veinte años: el mar, que es gratis, la taberna favorita, notar cómo me coges de la mano por primera vez por la calle disimuladamente y no hacer de ello un espectáculo para que a ti no te dé vergüenza. Y para que no me sueltes.

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Hoy te escribo esto y las paredes se me estrechan: son varios días de encierro, vivo en la Casa tomada de la que hablaba Cortázar en su cuento y siento que pronto una fuerza extraña me expulsará de cada habitación, hasta quedarme en ninguna parte, desahuciada.

Empieza a parecerme el hogar de otra, como cuando una palabra pierde sentido de tanto repetirla. Me acuerdo de la anécdota que siempre cuento, a partir de las dos de la mañana, cuando algún colega amenaza con irse a dormir: una vez le preguntaron a Bob Dylan ‘oiga, ¿usted por qué siempre está de gira?’, y él respondió ‘bueno, ¿qué hay en casa?’. Eso es. Qué hay aquí, aparte de seguridad. A nosotros nunca nos había importado nada eso: el previsible mundo del hogar, las camas hechas, matrimoniables y sin sexo. 

Ahora que todos somos peligrosos para el resto, y pese al devastador clima de sospecha, soy más humanista que nunca: eso quería contarte. He descubierto que nos necesitamos, que estamos juntos en esto, que sin los demás todo es aburrido, aunque ahora nos vengan tiempos físicamente distantes.

Es mentira que el infierno sean los otros, como decía Sartre. Me gusta la gente, me gusta mucho, y el mundo no está, nunca estuvo tan mal hecho. Hoy celebro todos los placeres en los que nunca reparé, las cosas y los seres que di por supuestos. La vida era ancha y era bella hasta hace muy poco, cuando podía estrechar entre mis brazos a mi madre o celebrar tus cumpleaños.

Ya sé lo que estás pensando: y sí, es verdad. Siempre he sido muy exagerada en casi todo. Pero, con todas las veces que hemos hablado de la abolición del trabajo -ahora ya apenas quedan comercios abiertos- y sobre el derecho al aburrimiento -nunca nos da tiempo a practicarlo, siempre andamos raudos e histéricos-, quería proponerte que pasemos estos días de reclusión bajo la concepción profunda del detenernos. Y ver qué sale de aquí. Será un experimento. Un juego. Horas para pensar, para arañarnos la cara, para escribir una canción, para revisitar una película vieja -apunta los buenos diálogos y luego me los enseñas, por favor, ya sabes que me eso me encanta-. Horas para manosear detalles, para tener alucinaciones y deslumbramientos. Para meterle un volantazo a nuestros planes cuando todo vuelva a estar en su sitio. Para contarnos secretos.

Iré planeando la fiesta de nuestro regreso. Durará dos noches. No pienso ceder al tedio. El otro día le dije a Nora que esta situación me tenía tan triste que soñaba con dormir un año entero y despertarme cuando todo haya acabado. Me dijo: “No lo hagas. Te perderás el fin del mundo”. Resiste. Yo sé que tú tampoco quieres perdértelo.