Hace un par de días, un hombre que había pasado veinticinco años en la cárcel por haber cometido varios delitos sexuales, fue detenido por violar a una mujer. El violador vive en Jaén y viajó hasta Sevilla con la intención de encontrar una víctima. Y lo hizo, vaya si lo hizo. Por desgracia, el titular no nos sorprende.

El debate es antiguo: ¿es la reinserción posible para este tipo de delincuentes? ¿Cuán seguros son los métodos para comprobarlo? Evidentemente, no lo suficiente. Los falsos negativos se dan frecuentemente, a los hechos me remito. La capacidad predictiva en cuanto a estos hechos es muy limitada, lo reconocen los especialistas en el tema.

Dicen las estadísticas que la tasa de reincidencia en el caso de los violadores se encuentra entre un 10% y un 20%. Los números no son bajos y se engrandecen cuando el bicharraco te elige a ti como víctima. Mi duda, en este caso concreto, se centra en la posibilidad que semejante individuo campe a sus anchas fuera de su perímetro habitual. Ponedle una pulsera, un algo que nos proteja. Mi derecho a la integridad física debería, sin duda, prevalecer sobre la suya de libre movimiento.

Dado que es imposible asegurar al 100% que los energúmenos han dejado de ser malos y dado que en nuestro país no existe la cadena perpetua ¿Cuál sería el mecanismo adecuado para eliminar el peligro? Sea el que sea, no se está aplicando. Solo tenemos que recordar Tomás Pardo, que violaba y apuñalaba hasta darlas por muertas; a Edwin Enrique Granda que violó a una niña de trece años mientras estaba a la espera de juicio por otra agresión y que ya había sido condenado con anterioridad; el que en junio de 2018 secuestró a una mujer en Benidorm para violarla, ya había sido sentenciado antes.  Tenemos también a Pablo García, el violador del portal; Félix Vidal, el violador del estilete; o Pedro Luis Gallego, el violador de La Paz; otro que vivía en Segovia y viajaba hasta Madrid para violar, como Pedro por su casa, acojonante.

Y podríamos seguir hasta la saciedad. El 10% es mucha gente mala en la calle, muchas mujeres violadas y asesinadas, mucho riesgo. Señores responsables de nuestra seguridad: se han dado caso de vecinos repartiendo folletos con la foto del violador de su barrio el día que salía en libertad. No debería ser nuestra responsabilidad hacer su trabajo.

Parece que la mayoría de los violadores no padecen una enfermedad mental, sino disfuncionalidades que pueden ser tratadas con terapia, pero el presupuesto de las prisiones es bajo, así que no se dan tanto como sería de desear. Hay tratamiento grupal, más barato que el individualizado pero, como es voluntario y los bicharracos no quieren someterse a él, no nos sirve. Y aunque decidan seguir tratamiento, la voluntad humana es la que es, para lo bueno y para lo malo, supera muchas dificultades y también aplasta posibilidades.

Quiero ser un hijo de puta y lo soy, ni más ni menos.

Difícil de comprender para los cerebros normales, pero hay gente cuyo fin último en la vida es martirizar al prójimo, disfrutar del terror, destrozar vidas. El caso, a lo que íbamos, es que uno de cada diez violadores sale libre sin rehabilitar y eso no se puede permitir. La que escribe recuerda cuando, en las clases de Derecho, nos hablaban de la cárcel como institución reinsertadora. Ya entonces se me torcía el gesto, porque a los dieciocho me olía lo del poder de la voluntad humana maléfica y sabía que a los malos hay que pararlos porque ellos no pararán. La castración química reduce la reincidencia, pero es voluntaria. No nos sirve tampoco.

Lo que nos sirve es defender a las víctimas, a las que ya lo han sido y a las que lo serán. Porque lo serán, eso sí es seguro. Lo que nos sirve es una pared entre el bicharraco y nosotros. Lo que nos sirve es aceptar que hay demonios que siempre lo serán. Lo que nos sirve es no brindar segundas oportunidades a quien no lo merece.