Por más que se empeñen en denigrarlo desde las bancadas de la oposición, donde alguien debería empezar a pensar que la legislatura no ha hecho más que arrancar y como mínimo le quedan nueve meses, la reciente investidura de Pedro Sánchez y el gobierno que gracias a ella va a formar no sólo son legítimos, sino que no representan una traición a la soberanía española, por la poderosa razón de que provienen de su expresión en la Cámara con arreglo a una votación plenamente ajustada a las previsiones constitucionales.

No es óbice para ello que los votos procedan, entre otros, de un partido de filiación republicana que incluso pretende el regreso a ese régimen, como es el caso de Podemos, ni que la mayoría necesaria se haya conseguido con la abstención de fuerzas políticas como ERC y Bildu, que no sólo han hecho alarde de su menosprecio por la legalidad española sino que declaran querer desplazarla y sustituirla por otra.

En tanto el menosprecio no se concrete en contravenciones punibles, y la legalidad española siga gravitando sobre ellos, los portavoces Rufián y Bassas, o Aizpurua y Matute, contribuyen a formar la voluntad de la nación cuyo pasaporte tienen, y ejercen al hacerlo las facultades que, tanto a ellos como a sus electores, les otorga la ciudadanía que ostentan.

Podrá gustarnos más o menos que aquellos que siguen encontrando razones para echar pelillos a la mar respecto de casi un millar de asesinatos, o aquellos otros a quienes importa un comino la gobernabilidad del país, tengan algo que decir en estas ocasiones. Pero así son las reglas y también somos ellos. Y ya enseña la Historia que eso de expulsar españoles a la anti-España no suele salir bien.

Reconocida pues su legitimidad de origen, lo que hay que hacer con este gobierno es dejar cuanto antes de despacharle etiquetas gruesas con carácter preventivo y examinar por dónde transita su acción, cuáles son las medidas que toma y a dónde conducen, en concreto, los pactos que ha cerrado para obtener el respaldo o la inhibición de un número suficiente de diputados.

Y aquí es donde veremos, en los meses venideros, si un gobierno legítimo, que representa la voluntad compleja de los españoles, en la foto que le sacamos en las últimas elecciones, traduce esa legitimidad en algo medianamente viable, coherente y con futuro o se deja despeñar por el precipicio del sinsentido político.

Y es que no basta con salir investido y nombrar ministros y vicepresidentes, por más que esto pueda colmar las ambiciones personales de los agraciados y pueda sostener una ficción de que se tiene y se ejecuta un proyecto.

La cuadratura del círculo que ahora debe afrontar el gabinete es la de convertir la mayoría de investidura en una mayoría que apruebe leyes, que afronte los conflictos y los desafíos y acierte a darles a unos y otros, a despecho de los exabruptos oídos en el debate de investidura, una solución solidaria y leal con el Estado, la legalidad y el pueblo que la sustentan. Si no es así, si se prorroga durante meses o años lo del pasado fin de semana, el gobierno no será ilegítimo, sino algo mucho peor: un artefacto tan absurdo como inútil.