El domingo llovió a cántaros y fue imposible encontrar a un amigo feliz en esta enorme, esquizofrénica y fragmentada ciudad, así que fui al cine a ver Historia de un matrimonio -una película exquisita dirigida por Noah Baumbach, y cruda como la existencia- para tocar fondo con todas las de la ley y que ya no quedase otra que subir con vistas al lunes.

Es el cuento amargo de un divorcio y lo protagonizan Scarlett Johansson y Adam Driver: la primera es sencillamente la boca del mundo, un grueso de labio para detener todas las travesías, la comisura de las secretas posibilidades -siempre lo fue-, pero en este filme más maduro y oscuro, donde no se derrite en ella ningún ánimo erótico, su belleza se vuelve aún más interesante porque está llena de dolor, de reproches, de perplejidad. Es una hermosura exhausta y yo me la creo: es una hembra firme peleando por no perder el brillo y se parece, de forma más honesta, a todas las mujeres desencantadas.

De Adam Driver hay poco que decir: le amo espinosamente desde hace tres años, cuando le vi en Paterson. En las revistas de tendencias femeninas dicen que es un “feapo”, ese acrónimo terrible -entre “feo” y “guapo”- que usa la gente que no ha entendido absolutamente nada sobre el atractivo humano. No saben las niñas cool que en la cara de Adam Driver arrancan todas las novelas: le estudias los rasgos y sientes cómo hay árboles negros creciéndole por dentro, de la carne hacia el fondo, como en una selva silenciosa y enmarañada; pero, de repente, sonríe con la boca ancha y uno recupera el apetito, la fe y el sueño.

Ambos son perfectos porque son verdaderos, porque en sus cuerpos se cuentan las biografías íntimas de cientos de hombres y mujeres. Verles separándose en directo es el auténtico terror. Me fascina Historia de un matrimonio porque es una película carente de deseo, o, mejor, porque trata sobre lo que queda después del deseo, después de la admiración iniciática, después del deslumbramiento: un amor espeso e incómodo, difícil de encajar en las convenciones de un mundo voraz y acelerado, un amor parecido a la fraternidad y rayano constantemente en la ternura.

Es valioso, y es feroz, cómo uno puede escupirle al viejo romance decenas de críticas en la cara sin dejar jamás de amarle de esa manera nueva, de esa manera que es para siempre y que se inaugura cuando termina la relación oficial, la institucional. Te quiero porque te conozco como a nadie. Y te quiero a pesar de que te conozco como a nadie. Es un lujo que no alcanzan todos los matrimonios acabados, por no decir casi ninguno. A mí me parece altura humana. Me parece memoria histórica. Me parece la mejor forma, quizá la única, de hacer las paces con nuestro pasado.

Hay días que pienso en reunir en una cena a todos los hombres con los que estuve -y a los pocos a los que amé- y darles las gracias por haberme cogido la mano y por entender quién soy. Darles las gracias y decirles que siempre serán mis compañeros, que siempre conocerán mis vulnerabilidades y que sé que nunca las usarán contra mí. Darles las gracias por haber detectado, en alguna ocasión, el gesto imperceptible de mi párpado cuando amanezco por la mañana, por custodiar mis canciones favoritas, mis películas favoritas, mis poemas favoritos. Todas las cosas en las que creí y que en ocasiones compartimos: eso aún nos conforma. Es la intimidad con los otros lo que nos recuerda quiénes somos en la letra pequeña, quién nos habita en el detalle, cuando el ojo cíclope de la sociedad no nos mira. Como una vez leí por ahí, no se puede odiar a alguien a quien se ha visto dormir.

Seguramente es imposible que se dé nunca ese encuentro, porque a los adultos que nos quisimos nos separa ya un pudor extraño, pero valdría la pena apartar lo amargo y mirarnos de nuevo. Alguna vez lo he conseguido. Eso es lo que muestra Historia de un matrimonio: cómo tomar caminos diferentes sin perder nunca el diminuto cuidado hacia el otro. Hay una escena en la que la pareja está reunida con sus abogados, en plena guerra judicial, tirándose los trastos a la cabeza. Aparece una secretaria del bufete y les cede una carta para que elijan qué quieren comer, ya que la negociación se está alargando. Él titubea durante unos minutos, observando las opciones del menú. Está turbado. El dolor y el asco vital le tienen paralizado. Entonces ella coge la carta, la contempla brevemente y elige la ensalada perfecta para su antiguo esposo. Él respira. Le ha salvado.

En otra escena, mientras él lleva en brazos al hijo de ambos hacia el coche, ella le grita: “¡Espera!”. Corre hacia él, se arrodilla en el suelo y le ata un cordón desabrochado. Hay una más: en pleno divorcio, en los días más difíciles, Scarlett observa que a Adam le ha crecido demasiado el pelo. Que su ruina espiritual, su caos, ya se manifiesta hasta en la incapacidad de ir a la peluquería y pensar un poco en sí mismo. “No me ha dado tiempo…”, desliza él. “¿Quieres que te lo corte yo?”, remonta ella. Y en un primer plano bestial -en un contexto de separación y violencia- vemos cómo la tijera se acerca al flequillo de él. Pudiendo herirle -sintiéndose decepcionada, engañada, despreciada- se desliza con cuidado por sus puntas. Ella le arregla. De nuevo. Ella le cuida. Siempre. Aunque fuese ella misma la que decidió acabar la relación. Siempre será su amiga. Siempre será su casa.

Es hermoso entender que hay alguien que siempre estará en tu equipo, aunque ya no esté enamorado de ti. Es hermoso asumir que hay alguien que te aprecia por las razones correctas. No por las palabras grandes -porque eres “generoso”, o “sensible”, o “inteligente”-, sino por lo importante, que es lo pequeño: porque lloras en el cine, porque consigues que quien está a tu alrededor se sienta en familia, porque has construido imperios desde cero. Lo dice la protagonista, y yo lo secundo: “Le querré siempre, aunque ya no tenga sentido”. Siempre estaré aquí para cortarte el pelo.