“El final del populismo es la Venezuela de Chaves (¿), la pobreza, las cartillas de racionamiento, la falta de democracia y, sobre todo, la desigualdad” (Pedro Sánchez).

Un pacto de la izquierda, la ultraizquierda y el golpismo. Eso era lo que nos esperaba al final del arcoíris, tras unas elecciones innecesarias y una interinidad que visto lo que nos aguarda, acabaremos por añorar.

A menudo se considera indisociable la política y la mentira, pero siempre han existido unos límites –aunque los trazase la ambigüedad– con los que salvar a la profesión del descrédito. Sánchez los ha traspasado todos con el convencimiento de un psicópata y la satisfacción de un cínico.

Pero que no se engañe. Sus resultados electorales demuestran que los españoles no son tan crédulos como les pretende. No se creyeron que no fuera él el culpable de volver a las urnas, a pesar de disponer de todos los medios –incluidos los de la Moncloa– para imponer su relato. Y tampoco nos hemos creído que “fue la Democracia la que convocó las elecciones” –como dijo Sánchez y repitió Carmen Calvo– como no nos creemos que sea el auge de la extrema derecha la que ha provocado este acuerdo súbito. Y no nos lo creemos porque la realidad no le da la razón. Porque aquellos lugares donde Vox está presente, junto con el PP y Cs, empiezan a parecernos oasis de libertad y prosperidad en esta España, que ahora, Frente Popular mediante, sí va a ser en blanco y negro.

Pero sobre todo, no nos lo creemos porque los que cortan las carreteras y se alegran de llevar a la ruina a los trabajadores del transporte, los que ponen barricadas, los que viven en estado de permanente rebelión en un territorio de España, los que afirman que “o independencia o barbarie”, los que siembran el odio, –en suma– no son los de Vox, sino a los que Sánchez corteja.

Y los que han puesto ochocientos muertos sobre la mesa, los que tienen como portavoz a un secuestrador convicto, no son los de Vox, son los otros a los que Sánchez pretende.

Y quienes han defendido y defienden abiertamente regímenes totalitarios y se muestran como herederos, acólitos o practicantes de una ideología en nombre de la cual se han llevado a cabo algunos de los mayores genocidios de la Historia, no son los de Vox, son los comunistas de Podemos e IU.

Así que no, no cuela ningún tipo de miedo para justificar un pacto que antes provocaba asco y ahora entusiasmo. No nos subestimen, porque ahí donde nos pintan una alarma antifascista, muchos vemos las prisas por evitar que el PP y Ciudadanos ofrecieran antes un acuerdo, que aunque a los dirigentes –y votantes– de esos partidos les desagradase, era considerablemente mejor para el país que el que ahora se nos ofrece.

Por eso el abrazo de náufrago de Pablo Iglesias a Pedro Sánchez. La mejor muestra de que fuera –no ya de la política– sino del poder, aquél empezaba a quedarse sin opciones a base de perder, elección tras elección, los votos por las costuras. En cuanto a la ilusión que un día generó al socaire del 15-M, hace tiempo que la enterró en la leñera de su chalet de Galapagar.

Así que entendemos el apremio de Pablo Iglesias, pero el que no nos cuadra es el de Sánchez. O quizás sí. Puede que siempre hubiese pretendido lo que ahora nos ofrece como “pacto progresista” –¿desde cuándo lo es generar pobreza?–, sólo que estando en mejor posición para negociar y no en la –para él, ridícula– en que se encuentra ahora.

Socialistas y comunistas acarician sus sillones sin atreverse a posar aún sus ilustres posaderas en ellos, mientras turolenses, canarios, gallegos y cántabros preparan su lista a los Reyes Magos, o mientras la derecha más rancia –la del PNV– prepara la suya. Pero sobre todo, y eso es lo grave, mientras Otegui y los de ERC afilan sus colmillos sin disimulo.