El tsunami pasó a ventolera, y de ahí a los servicios de limpieza. La furia fue furia, mientras que sus mayores prevaricaban y cosas peores, con la puntita o con la CUP. La sentencia fue la que fue, que no se trata de valorar ni aquí ni ahora la unanimidad frente a Estrasburgo, ni la carga literaria y ensayística del papel judicial en el que uno, yo mismo, empezó sus primeros garabatos de caligrafía.

Dos años después volvimos a sentir el morbo de los palos, los editoriales rampantes de The Guardian, porque los niños catalanes ya no quieren ser altos como la luna, ni quieren ir a la ceremonia necrófila con Companys en el Fossar de les Moreres: ahora los niñatos de Cataluña asustan a las dignas señoras constitucionalistas y derriten el hierro de las vías como en un cuadro de Dalí.

Una sentencia filtrada es lo que es en un país que es el que es. Nada más se puede hacer que aplicar la ley y que San Torra los bendiga. Los querían en casa y en casa los tienen; internacionalizaron su mamoneo y la guapa gente bruselense está ya hasta el moño de los piojos, de los lazos y de los Valtonyc. Las postrimerías de la sentencia dejan la verdad de un país indolente, con su gente que va y viene y que se lee la sentencia en un Ebook por pasar la tarde y aprender considerandos.

Dicen que ahora es el tiempo de la política y yo leo las deliciosas memorias de Andrés Pajares en Almuzara, que él sí que fue fiel a sí mismo y al Makinavaja, al que habrá que preguntahle puh loh sedeerreh y lah fuelsah velnáculah y lah de oncupasió. Yo sé que el día tan temido, el día de la sentencia llegó, y amaneció, y llovió y salió Guardiola de las habitaciones últimas de la memoria a ciscarse en la democracia y a mear colonia. Y hasta Ortúzar sacó pecho jesuítico para conseguir algo de la gloria decrépita del movimiento indepe. 

Son muchos los que pudieran quedar retratados los instantes después de la sentencia: de la infame turba de los terceristas a la España de los balcones, que ya se va quedando en casa por el discreto encanto de la burocracia.

Entre la zurraspa en el asfalto y el pestazo a goma quemada, entre pelotas y barricadas, El Periódico no pudo llegar a su punto de venta en el Prat: ahí queda su portada histórica: "Penes de 9 a 13..." (sic).

Apretaron tanto que se le rompió un huevo. También se aprende a morir. Después del tsunami.