Todo el mundo tiene, estos días, una opinión sobre lo que ha sucedido con el barco Open Arms. Tanto los que están obligados a tenerla, y a justificarla con argumentos porque esa es su obligación, como aquellos que son meros observadores, siempre a una distancia prudente, de esta dramática historia. En ocasiones, hasta hay quien se permite bromas al respecto.

Pero no es un asunto ligero. Todo lo contrario: es muy serio. Tanto, que ha sido capaz de enfrentar a dos países que son socios en el espacio europeo. En un momento en el que el Reino Unido se halla cercano a abandonar sin miramientos a sus compañeros de viaje del último medio siglo, la batalla dentro de la UE al respecto de política migratoria se eleva como uno de los mayores y más peligrosos escollos para la unidad europea.

Si la ministra de Defensa española, Margarita Robles, llama a Matteo Salvini, el titular de Interior italiano, una “vergüenza para la humanidad”, como ha ocurrido, resulta obvio que existe no solo una divergencia clara con respecto a la política sobre Inmigración entre ambos países, sino que también persisten notables problemas de fondo en esta materia entre dos naciones que, en realidad, deberían comportarse como aliadas.

“Somos buenos cristianos pero no tontos”, dijo Salvini. Habría que saber qué concepto tiene el secretario federal de la Liga Norte sobre qué es el cristianismo y qué es la inteligencia. Porque parece claro que la política italiana de puertos cerrados choca con virulencia contra los axiomas de cualquier religión que se inspire en amar -o simplemente ayudar- al prójimo. Sobre todo si el prójimo es un náufrago.

Y tampoco parece que la ONG de Óscar Camps esté en realidad haciendo “el trabajo sucio de las mafias de tráfico de personas”, como expone el presidente de Vox Santiago Abascal. Quizá este activista y empresario de Barcelona solo esté salvando las vidas que puede salvar. Resulta del todo asombroso que el partido de extrema derecha denuncie a la ONG badalonesa ante la Fiscalía por, supuestamente, favorecer la inmigración ilegal.

El dramaturgo Rafael Álvarez, más conocido como El Brujo, recuerda que el verdadero problema que genera la ignorancia no es otro que “la arrogancia que acarrea”. Y en este debate no hay solo demagogia, como muy acertadamente se acusan entre sí todas las partes, hay también mucho desconocimiento y su inherente soberbia.

Quizá, para alejarse de este escenario tan lleno de incompetencia, debería ser exigible obligar a los políticos a estudiar el cosmos, que es algo que hace cada día la astrónoma de la Universidad de Yale Priyamvada Natarajan. Después de tantos años haciéndolo, ella lo tiene claro: “lo bueno de tener una visión sobre el universo es que las discusiones sobre países resultan ridículas”.

Natarajan espera, algún día, ver los primeros agujeros negros. Puede que lo consiga cuando esté listo el telescopio espacial James Webb, que quizá lo permita. Tal vez eso ocurra mucho antes que otra idea que ella también secunda, como contó recientemente a El País: la de la creación de un pasaporte humano. “Eso nos ayudaría a conectar con todas las personas y a sentirnos parte de lo mismo”, señaló la cosmóloga de origen indio.

Pero, de momento, esto no está ocurriendo: muchos no quieren conectar, y mucho menos sentirse parte del mismo mundo: sigue habiendo uno que vive mayormente en la opulencia, y otro que lo hace , también en gran medida, en la miseria. Puede que este sea el problema, y no otro.

Mientras todos se atacan sin apenas abordar el origen de la dificultad, y solo tras la actuación del fiscal de Agrigento, Luigi Patronaggio, la totalidad de los 107 inmigrantes que llevaba casi tres semanas a solo unos cientos de metros de la costa de Lampedusa, ha podido desembarcar.

El final de esta travesía del Open Arms deja, tras de sí, un herida en las relaciones entre los gobiernos de España e Italia, la sensación de que la unidad europea hace aguas por demasiados flancos y, también, una crisis nacional, con PP y C´s pidiendo la comparecencia urgente de Pedro Sánchez en el Congreso.

Al mismo tiempo, invita a pensar en el diferente grado de solidaridad que, precisamente, puede acabar haciendo naufragar a Europa mientras ve, en cualquier caso, a tantos subsaharianos intentando alcanzar nuestras costas a cualquier precio, incluido el último.

“Ciao Ragazzi!” (“¡Hola, chicos!”), les gritaban, felices, algunos de los que acudieron a recibirlos al puerto italiano. En la mirada de quienes desembarcaban se podía observar la más genuina expresión de felicidad. Su vida en Europa acaba de empezar.