En una última pirueta doble hacia la sociedad mentecata que nos merecemos, Netflix prohibirá a partir de ya fumar en sus películas y series, instados por las reivindicaciones de la organización antitabaco Truth Initiative: la corporación ha montado en cólera al descubrir que la plataforma, en el último año, había triplicado la representación de cigarrillos en pantalla, y ahora a todo dios le quita el sueño que los chavales cinéfilos del primer mundo se despierten un día siendo El Pirri, con una mella en la boca y derrapando por España en carros robados, al grito de “¿por qué no me dejas dos napos pa’ pillar dos talegos de choco? Venga, coño, no seas buitre”. 

Somos cursis en nuestras resoluciones, y, lo que es más grave, se nos presupone mímicos: las empresas ya nos dicen abiertamente que confían en nuestra gilipollez, en nuestra vulgaridad nativa para ser incapaces de distinguir entre realidad y ficción. Es probable que si nos tratan como a tontos terminemos por serlo. La sobreprotección nos matará, en las pantallas y en el patio del colegio. El Estado de Bienestar está fabricando raquíticos intelectuales, niños timoratos y espectadores permeables: el sistema se ha obsesionado duro con nuestra salud porque nos desea, con su sonrisa hierática, que vivamos muchos años. Así que ésta será una larga vida de indigencia moral. Un nadar por el mar de los siglos siempre en manguitos. 

Estas pequeñas censuras por nuestro bien, al final, acaban recortándonos procesos cognitivos que son necesarios para alcanzar la madurez; acaban robándonos nuestras legítimas equivocaciones, nuestras luchas internas, nuestro juicio a la hora de pelearnos con los propios mitos y quitarles con cuidado las espinas: entenderán que mi admiración por Sylvia Plath nunca se canjeó en calzarle la cabeza al horno, ni mi devoción por Janis Joplin se traduce en rebotarme con mi novio y pirarme del planeta por una sobredosis de heroína. 

Si Netflix teme que los jóvenes se lancen al tabaco para molar tanto como los héroes fumadores de sus ficciones -como si la imitación no fuese un ejercicio más perverso, más psicológico, más sutil-, tendrán que empezar a privarnos también, en sus pantallas, de la comida calórica, de la violencia, del sedentarismo, del alcohol y los estupefacientes, de los coches para evitar accidentes de tráfico y contaminación, de los pensamientos de suicidio, del sexo con riesgo, de las envidias y venganzas, de los deseos oscuros, del amor loco. Tendrán que empezar a privarnos de la vida, porque la vida mancha, porque duele, porque sangra, porque es incorrecta y está plagada de perversiones, de atajos fáciles en los días duros, de lodo existencial y pájaros negros.

Es fundamental que Netflix y el resto de biempensantes entiendan algo cuanto antes: es imposible parar el mal, pero el arte nos ayuda a diseccionarlo para minimizarlo. La cultura no puede ser moralista, porque su labor es ayudarnos a colocar nuestros traumas, nuestras crueldades y horrores en un lugar seguro. El ser humano es raro. Y pérfido. Lo era antes del cine, lo será después. El peor ejemplo para nosotros, inevitablemente, seremos nosotros mismos; no las historias que inventemos para entender el mundo y los personajes que las habiten. 

No quiero a una Margo Channing -ahí Bette Davis en Eva al desnudo- sin sus cigarros y su Gibson avinagrándole un poco más la herida del amor propio. No quiero a un Clint Eastwood sin aspirar colilla mientras observa el tendío con su gesto incrédulo y chulesco de hombre-western. No quiero a El Nota sin su marihuana ni a Uma Thurman en Pulp Fiction disfrazada de hermanita de la caridad, exigiéndoles a sus compadres espacios libres de humo. No quiero a Thelma y Louise masticando chicle de nicotina para aliviar el mono mientras hacen carretera matando violadores. Es inverosímil. Es infantil. Es ridículo. Nadie que esté urgentemente preocupado por sobrevivir piensa en ahorrarse un calo para blanquear el pulmón. Nadie. El cuidado extremo sólo lo practica el acomodado. 

Les guste o no a los enfermos del healthy, el tabaco es un tentáculo más de la personalidad ansiosa o del ánimo desencantado, ya sea en el arte o en la vida. Es un trampolín volitivo hacia una muerte aplazable pero segura. Es un acompañamiento del instante, una excusa para dilatar el minuto. Es, muy profundamente, la elección personal de infligirse placer y desgracia al mismo tiempo: quizá lo segundo sea siempre el precio a pagar de lo primero. No se metan en nuestra decadencia. Déjennos fumar, idiotas.