Ya está, se acabó. Las acusaciones y las defensas y a la postre los acusados en el juicio del procés han tenido tiempo y espacio más que suficiente para explicarse y explicarnos a todos qué hubo, para ellos, durante las convulsas semanas del otoño de 2017 en las que, eso es un hecho incontrovertible registrado ya en los libros de Historia, un grupo de persuadidos de una verdad superior hizo descarrilar, cual si de un tren inservible se tratara, el autogobierno democrático de los catalanes en el seno y con arreglo a los principios de la España constitucional.

Han cerrado la función, como corresponde a un Estado de derecho en el que se reconoce el derecho de defensa, aquellos a quienes se acusa, precedidos por sus letrados defensores. Entre estos ha habido de todo: quienes optaron por el mitin o por la declaración grandilocuente —y jurídicamente inane— y quienes se aplicaron a señalar con finura técnica y precisión quirúrgica quiebras en los razonamientos y aserciones de la fiscalía. No es muy aventurado vaticinar que en la resolución final de los jueces influirán mucho más los segundos que los primeros, para bien de sus patrocinados y en claro detrimento de quienes optaron por la defensa más fundamentalista y política que letrada.

También entre las últimas palabras de los acusados se ha visto de todo: desde la dignidad y la convicción de quien se dice impelido por un imperativo categórico, hasta la queja más bien gemebunda de quien trata de hacer ver lo dura que para él es la privación de libertad, olvidando quizá que hay otros muchos que la padecen y no reciben tanta atención. Por no mencionar, en fin, la frialdad con que en su trayectoria pasada el preso en cuestión se manifestó respecto de otros sufrimientos, mayores que el suyo, incluso irreversibles, junto a cuyos justificadores no ha dudado en seguir haciéndose fotos confraternizadoras.

Oídos todos, corresponde ahora a los siete jueces dictar una sentencia en conciencia y fundada en derecho y en la prueba practicada, más allá de las visiones y aspiraciones de unos y de otros. No se comprenderá, sobre esa misma base, que no sea la más favorable posible a los acusados, a quienes se aplica el principio de presunción de inocencia, y no el de máximo vejamen para el discrepante, propio de otros sistemas, legales o de hecho, como el que los propios acusados trataron de instaurar.

No cabe que el Estado descienda a degradarse como quienes trataron de socavarlo, y tampoco pueden estos pedir, de otra parte, que se pase como banal travesura su desafío a las normas que sobre todos pesan y a todos obligan. Sí podrán, en su caso, solicitar el indulto que las leyes contemplan, con arreglo a los principios que lo rigen y previo desistimiento de sus propósitos ilícitos, que no de sus ideas, por la propia Constitución amparadas.

Y aquí habrá concluido el papel de la justicia, convocada a entender de este feo pleito por la torpeza de muchos, pero sobre todo por la de aquellos, lo han admitido incluso abogados de la defensa, que decidieron ignorar la ley que es misión de los jueces cumplir y hacer cumplir. Solventado este triste trámite, incumbe a todos buscar maneras más fecundas de continuar el relato que, hoy por hoy, sigue uniendo a Cataluña con España.