A la tercera cerveza del sábado -en esa hora mágica y dilatada en la que se sale del Tempo 2 y se entra al Lucy-, reitero el carmín, me amarro el moño y observo el tendío: sé que la invasión recomienza. Entre todas las malas artes que se despliegan en la madrugada siempre hormiguea el gambling: es el nombre con el que José Andrés y Jaime -no practicantes- han bautizado a esa pericia ancestral pero rabiosamente moderna que es el jugueteo dialéctico sin culminación.

Los calavera de brocha gorda lo llamarán “tonteo”, pero eso sería un insulto para los profesionales: el gambling es más sofisticado, más sutil, más sugestivo, eficaz aunque prácticamente imperceptible para el ojo humano. El gambling es una manera de estar, de huir o de quedarse un rato, de insinuar o de desordenar, de crecerse y de saber frenar a tiempo; el gambling es bailar al filo de la cornisa mientras la ambulancia te espera debajo -pero al final nunca se la necesita-. No se trata de conseguir el beso, sino de proyectarlo. Una vez alcanzado ese marco, cigarro a la orilla del labio y a casa, sin trofeos: el estilo tiene esas cosas. El oponente, que se lo tome como pueda -tampoco somos una ONG-, pero que entienda cuanto antes que lo único que no decepciona de la vida es lo que no termina de suceder. 

Nosotros, que acostumbramos a ser los amigos conspiradores de la barra, hemos dejado marchar durante horas y hemos visto regresar -enteros- a auténticos galácticos, a insoslayables heroínas de su paseo por el gambling noctámbulo. Vienen siempre extenuados, hermosos y lo suficientemente insatisfechos como para que todo aquello haya tenido gracia. Les recibimos con abrazos de futbolistas, con rendición de grada: por poco les perdemos, pero aquí están, con el gesto cómplice y gamberro, arrebatadoramente jóvenes, inmortales un tiempo. Un buen gambleador, una buena gambleadora, acude sin falta al after, aun dejando cadáveres por el camino. Estos diestros, pese a las tensiones del ring, no pierden de vista que sus colegas les esperan para la última. 

A ellas, recién llegadas del cuadrilátero con el flequillo rebeldecío de la humedad de los vientos, se les pone cara de Jane Birkin; a ellos, de Louis Garrel: son más enigmáticos cuanto más inasequibles -¿o era al revés?-. En el fondo, ejercen de anticapitalistas de la seducción: no van de utilitarios a la caza del polvo, no estudian el rédito. Creen en el relato. En el pulso verbal. En la pausa. Antes ya hubo muchas noches, con sus muchos cuerpos sin cara -como en los sueños raros-. Esta pantalla es otra. El gambling conoce la siembra y el barbecho, pero no la recolección: es una maldición y un regalo, una tecla para sentirse vivo, una excusa para volverse elocuente; todo un abanico de vidas posibles que jamás defrauda, porque nunca eliges y tampoco renuncias a ninguna.

Cuando el gambling estalla, el mundo está por hacer y mayo sale a recibirte: las fiestas de barrio comienzan, los farolillos ejercen de muérdago, las ideas proliferan, las espaldas recuperan el tacto. Quedan lejos, aún, las hipotecas, los tumores, los contratos temporales, las lactancias, la medicación, el sexo conyugal. Queda lejos, por ahora, la vida predecible y anodina de los adultos en martes noche, tras la jornada precaria: sus series, sus purés, sus pijamas, sus dentífricos, sus despertadores, sus cenas en silencio -como desconocidos que se conocen muy bien-. ¿Cómo era esa tristeza? 

Esto iba -hoy, aquí, en este instante, en este festivo en el que aún no estamos muertos-, de “olerse las manos y esperar el taxi”, como decía Villena en aquel poema. De no saber nada del día que vendrá -porque no consultas oráculos-, de dejarse quemar por hastíos y emociones. De vivir sin hacer nada, de cuidar lo que no importa. De volcar en los instantes más vulgares una parte inmensa de juego. Eso es el gambling: quien lo probó, lo sabe.