Regresaba de un acto de precampaña en un pueblo gallego, Coirós, donde había pasado un rato con afiliados hablando y escuchando. Volvía en el asiento delantero del coche, leyendo la prensa, cuando en la web de El Mundo me encontré con una de esas noticias que interrumpen el día y hacen que nada vuelva a ser igual.

Contaba la historia del cadáver de un pequeño náufrago procedente de Mali que llevaba entre sus ropas, escondido como el mayor tesoro, su boletín escolar. No sabemos nada de ese niño, salvo que tenía 14 años y ganas de encontrar un futuro en la tierra prometida de Europa. No sabemos nada de ese niño, salvo que era consciente de que su único capital eran las calificaciones del colegio. Tal vez el chiquillo pensó que aquellas notas eran su pasaporte al futuro, el salvoconducto a las oportunidades.

Imagino a ese niño sin nombre aprendiendo trabajosamente a leer y a escribir, lo imagino memorizando la tabla de multiplicar y buscando en el mapa el nombre de otras tierras, de otras latitudes donde el futuro sería mejor que en su país golpeado por las guerras y el hambre. No puedo evitar evocar a ese muchacho caminando hacia su escuela, tal vez descalzo, tal vez mal alimentado, y lo veo abrazado a su cuaderno y a sus papeles, sosteniendo un lápiz de punta roma, convencido de que todos aquellos aparejos iban a ser su arma y su escudo para el duro combate de la vida.

Intento pensar en mí a los 14 años, y me pregunto si era tan consciente como ese adolescente ahogado de la importancia de mi educación. Pienso en los niños que me cruzo cada mañana camino del colegio y no creo que muchos de ellos vean en la aulas la oportunidad que un niño lejano veía en el aprendizaje. Ellos arrastran los pies hacia la galera de la clase de matemáticas, mientras que un chaval de Mali volaba ligero hacia una escuela destartalada para labrarse algo parecido al futuro.

Un día, aquel niño decidió que ya era un hombre y se hizo a la mar llevando entre sus escasas pertenencias sus notas del colegio, imaginando el momento en el que llegaría a una playa europea, sacaría su boletín de calificaciones y  diría a las autoridades, "dejen que me quede en su país, soy un buen estudiante, soy responsable, soy trabajador, aquí está la prueba". El sueño de ese muchacho de catorce años se quedó en el fondo del Mediterráneo, pero su historia emerge para golpear nuestras conciencias. Y para recordarnos que, en otro mundo o en este, nada es tan importante como la posibilidad de aprender. Ojalá no necesitásemos la fábula de un niño ahogado para reflexionar sobre ello.