Escribo estas líneas mientras muere el año en una habitación de hotel en Ámsterdam, y cruzo los dedos a cada cigarro que me enciendo para que no salten las alarmas: una existencia occidental se alimenta de estos diminutos riesgos. Recuerdo la escena con la que descorché 2018. Carmen, Fede y yo llorábamos de risa contándonos las tropelías de la noche anterior, abríamos un whisky, nos fumábamos un puro que era un símbolo y lanzábamos un mensaje bravucón a una audiencia inexistente: “Cogednos si podéis”.

En realidad era “coernos si podéi”, en malagueño, y entonces parecía cierto. Era una forma de decir que esta vez habíamos escarmentado -que ahora sí que sí iríamos más rápido que la vida, que sus interrupciones, sus jerarquías, sus reproches y desencuentros-; era un modo también de hablarle a los amores que aún no habían llegado y advertirles de nuestra autosuficiencia, de nuestro rechazo epidérmico a los rituales domésticos -como la película del domingo o preguntarle a alguien qué ha comido hoy-. “Cuando nos llamen ya estaremos en Asia”, y brindábamos doblados sobre el sofá, no tan jóvenes. 

Es curioso: siempre gastamos un hambre de libertad que acaba chocando con los apegos y las raíces. Nos cuesta mucho elegir entre el hedonismo fútil y las certezas asfixiantes, por eso al final no tenemos nada. Lo cierto es que, sólo dos semanas después de aquella promesa crápula entre amigos de siempre, la vida ya nos había arrollado y tuvimos que cerrar nuestro pico de teóricos arrogantes. Fede se rompía una vértebra y adoptaba cara de héroe de guerra, Carmen tenía cita fija los viernes por la noche con un tipo que sólo comía ensaladas y yo quedaba con un actor y volvía a cantar canciones de amor indie en la ducha. Un desastre que daba para sitcom. De aquel bache salimos ilesos, pero sólo fue un preludio: llegaron unas ciento cincuenta sorpresas más que mandaron al carajo nuestro brillante plan -de algunas aún no hemos salido-, y con cada novedad dimos una patada a lo anterior. 

Ahora ya no sé si el tiempo de verdad se divide en años. Si algo se limpia en nosotros de diciembre a enero, si podemos aprender algo realmente esencial, algo filosófico y hondo y estructural que aplicar a la vida, si podemos hacer algo más que recolectar citas de intelectuales para manejar este caos y esgrimir argumentos de autoridad que expliquen el mundo en un concilio de cervezas. Más bien no. El juego se inaugura cada día, la invasión recomienza al poner un pie fuera de la cama -y a veces sin salir de ella, dependiendo de con quién hayamos dormido-. Es aterrador y excitante.

Ahora ya no sé si van a alguna parte -a algún lugar sabio y útil, a una suerte de hemeroteca a la que acudir en un futuro- las mañanas huecas volviendo a casa, las respuestas incorrectas, el aburrimiento mortal que nos llevó a recaer con gente que, en el fondo, ya no nos interesa nada, los locos giros de guion, los destellos de lucidez, las expectativas frustradas y el instante en el que te das cuenta de que alguien te importa pero no lo dices, no dices nada y no sabes por qué, quizá porque lo estás dejando para más adelante. Para otro año, para otra vida, para cuando ya te dé igual. Mi generación no sabe gestionar sus buenos sentimientos. Por poco frecuentes.

Lo que me une un poco a la humanidad en días así es la certeza infantil de que todos estamos esperando algo. Lo noto caminando por la calle, lo veo en las caras de la gente. Resisten porque creen que algo se acerca, que algo va a pasar: es impreciso, pero esta convicción resulta necesaria como lubricante anual.

Hablo de algo obviamente extraordinario, algo hermoso y sin grietas. Un regalo porque sí. Algo que se parezca un poco a lo que creemos que merecemos y no a esta carcoma con ratitos de éxtasis, no a esta mediocridad celebrada, no a la felicidad conformista de los otros, a este “psé”, a este “bueno, va”. Lo está esperando todo el mundo -también la legión de escépticos en la que milito-, lo estamos amasando en silencio aunque no sepamos bien qué es, o quién es, o de dónde viene, o qué forma tiene, o cómo hará para manifestarse. Algo está moviendo sus engranajes. Algo se alinea. Algo se activa en alguna parte. Algo está viajando furiosamente hacia aquí. Algo radicalmente bueno.