Todos hemos hecho alguna vez un chiste malo y nos ha caído el castigo correspondiente: que nadie se ría. Es una pena justa y proporcionada, que reprime adecuadamente al chistoso que comete la falta imperdonable de no tener gracia. Si bien se mira, no es necesario más: quien así ve retribuida su tentativa de parecer ingenioso toma nota y si es algo sensato se preocupa para la próxima vez de no conducirse con la misma torpeza.

Otra forma de fallar con un chiste, algo más espinosa, es resultarle ofensivo a quien lo escucha. El humorista virtuoso no necesita hacer sangre de nadie para arrancarle una sonrisa a su público, y si la respuesta a una broma es que alguien se siente agredido la gracia queda ensombrecida por ese borrón. En esos casos es lógico, y también apropiado, que al bromista se le haga saber que su chascarrillo ha pinchado en hueso y le ha servido para dejar de hacer amigos. Incluso es normal, y no puede el cómico quejarse por ello, que aquellos a quienes no les guste la ofensa en cuestión, por sí mismos o por lo que pueda afectar a otros, y aunque hasta entonces le distinguieran con su favor, le abandonen, le vuelvan la espalda o le retiren el patrocinio.

Lo que en estos tiempos se está planteando entre nosotros, sin embargo, va mucho más allá. A algunos que hacen chistes que no gustan, no hacen reír o molestan a según quién se los lleva ante los tribunales para enfrentar una imputación penal. A otros, lisa y llanamente, se les impide contarlos por la vía, hasta ahora exitosa, de amenazarlos a ellos y a aquellos que se atreven a ofrecerles un espacio para que representen sus payasadas. Y aquí es donde ya empezamos a jugar con cosas muy serias.

Cada uno tiene derecho a su propio sentido del humor, y quien lo pone a prueba debe aceptar que practica un deporte de riesgo y aprender a acatar la frialdad, el reproche y hasta el asco de la audiencia. A lo que nadie tiene derecho es a convertir su metro patrón de lo que tiene o no gracia en una licencia para descargar contra quienes no lo satisfagan la fuerza coactiva del Estado. Y menos aún para callarlos a través de la extorsión.

Para que el humor y la vida sigan teniendo sentido, o al menos el sentido que cabe esperar de ambos en una sociedad de libertades, ninguna irreverencia debería servir para distraer de sus muchas tareas inaplazables a nuestros togados. Nos toca defender ese derecho, sobre todo, cuando aquel que lo ejercita lo hace de manera que nos desagrada: para solidarizarse con los correligionarios ya vale cualquiera. Y a los que amenazan al que no se ríe como ellos, ni de lo que ellos, para que sólo oigamos sus chistes, ya está tardando la fuerza pública en identificarlos y conducirlos ante los tribunales, donde sí que tienen su destino natural los matones de cualquier inspiración o condición.