No eres consciente de en qué medida la felicidad consiste en pequeños placeres cotidianos. Hasta que te los hurtan.

He de admitir que la primera vez que pisé el Faborit de la avenida de Burgos lo hice con desconfianza. Sólo un millennial o un pijo puede entrar sin remordimiento en una cafetería que se proclama urban healthy coffee shop, un bar que no vende cerveza ni bebidas comerciales, un local experto en el take away.

El Faborit, sin embargo, se ha acabado convirtiendo en mi refugio, en mi locutorio, en mi salón de lectura y en mi cuarto de pensar. Y lo mismo ocurre con media redacción de este periódico. Es cierto que el café es bueno y el ambiente acogedor, pero lo que lo hace de verdad singular son sus trabajadores. 

Lo peor de las cintas de Villarejo, con ser grave, no es lo que se dice en ellas, sino su atmósfera, la España que nos descubren. La sensación es similar a la de levantar una inofensiva roca en el campo y destapar el universo de larvas y sabandijas que cobija. De la misma manera, nos sorprende la podredumbre bajo la apariencia de unas instituciones sanas y respetables. 

Ciertamente, Cospedal debería abandonar hoy su escaño en el Congreso y pedir disculpas. Pero se engañan quienes creen reafirmada su superioridad moral viendo las noticias sobre corrupción. La hay más allá de los políticos, de los gobiernos y de los funcionarios.

Este miércoles he sabido que alguien, al que imagino en un despacho de las oficinas centrales de Faborit, ha decidido que camareras que vienen trabajando con una dedicación y una profesionalidad fuera de lo común, deben reducir sus horas de trabajo y su salario a la mitad, lo que equivale a invitarlas a marcharse o a buscar otro trabajo para poder llegar a fin de mes. Y yo me he puesto a escribir de Cospedal.