Es un presunto delincuente, tan presunto que está en este momento en prisión incondicional. Es, también, un chantajista, como lo acredita la dosificada puesta a disposición del público de informaciones y grabaciones comprometedoras para personas de relieve, siempre en el momento justo para hacerles el máximo daño posible, no sólo a ellas, sino también a las instituciones a las que representan y de las que, en mayor o menor medida, cree quien arroja la bomba que depende su suerte personal.

Tiene el gran maestro Raymond Chandler una narración que se titula Los chantajistas no matan. El título, si se piensa, encierra una lógica natural en quien se siente en condiciones de extorsionar provechosamente a otro: es mejor no matar, nunca, la gallina de los huevos de oro. La trayectoria como chantajista de nuestro personaje viene a acreditar sin embargo lo contrario; al menos cuando se trata de la clase de chantaje, y el perfil de chantajeado, a los que aplica sus muy calculados esfuerzos.

Calculados y certeros, habrá que añadir. En el inmenso caudal de inmundicia que a estas alturas cabe presumir que guarda en sus discos duros escondidos en el extranjero, sabe siempre escoger la bala de plata que liquida a su objetivo. Para muestra, esa conversación con quien hoy es ministra y entonces era fiscal en ejercicio, en la que con todo el desparpajo le cuenta que ha montado un prostíbulo para extraer secretos a hombres importantes, secretos con los que luego podrá torcer a placer su voluntad.

En un solo paquete, tres conductas potencialmente constitutivas de delito —proxenetismo, revelación de secretos y extorsión—, y muy poco respetuosas para con la dignidad de las mujeres, que la entonces representante del ministerio público y hoy ministra de un gobierno feminista celebra frívolamente, en lugar de, como sería la obligación de cualquier ciudadano, pero más aún la de alguien que representa a la fiscalía, denunciarlo e instar su esclarecimiento. No hay más preguntas, señoría.

La reacción de la ministra, airada, descompuesta y bajando al barro de la más gruesa confrontación ideológica, acredita el daño letal que ha causado el disparo. Ya es una ministra que lleva a cuestas la reprobación del Parlamento, algo que, pese al desparpajo de predecesores en esa situación como Montoro, no es precisamente un honor para un miembro del gabinete.

Puede argumentarse que, a pesar de todo, ahí continúa, atrincherada en su retórica de víctima ofendida que no encuentra la solidaridad debida ante los embates de un individuo del que se afana en señalar su dudosa moralidad y oscuros propósitos, su condición de enemigo no sólo del actual Gobierno, sino del Estado en su más amplio sentido. Sigue en el despacho del ministerio y quien puede sacarla de ahí ni lo hace ni parece que vaya a hacerlo. Quien resiste, gana, como decía el Nobel.

Sin embargo, la cuestión no es esa, que quien ya ha visto desfilar a dos ministros no quiera sumar ahora una tercera. La pregunta es si la ministra seguiría en su puesto en caso de que el Gobierno se renovara. Si podría presentarse como candidata por la más recóndita provincia. La respuesta a ambas preguntas demuestra que los chantajistas sí matan. Políticamente.