Vaya por delante: me considero amigo del coronel Sánchez Corbí, con el que he tenido la ocasión de colaborar —y de paso comprobar su pundonor, su generosidad, su lealtad, su rigor y su honradez— en la escritura de una memoria necesaria y dolorosa, la del desafío que los asesinos de ETA, arropados por sus palmeros y taimados consentidores, plantearon al Estado y a la ciudadanía española, con el resultado conocido de la derrota y disolución de los matones gracias a la fortaleza de la España democrática y a sus recursos para defenderse, entre los que ocupa un lugar medular la Guardia Civil en la que él sirve.

Con esta confesión preliminar, aplíquese a mi opinión el coeficiente reductor que cada cual considere oportuno, pero no por ser su amigo me veo privado del derecho a opinar ni lo que diga ha de carecer por completo de valor. Júzguelo el lector.

Destituir con agostidad y alevosía al jefe de la que con toda seguridad es en este momento la unidad policial más prestigiosa del país es una decisión que sorprende y que, cuando menos, merecería una explicación por parte de quien la toma. Máxime cuando los éxitos y la proyección de dicha unidad no sólo no se han visto mermados, sino acrecentados, con la gestión de dos años y casi diez meses del destituido. A la resolución de casos de homicidio complejos y alarmantes, como los de Diana Quer y el niño Gabriel Cruz, la UCO ha sumado en este tiempo varias operaciones de calado contra la corrupción de cualquier signo, contra el crimen organizado —incluida la detención del considerado por la NCA británica como el emperador de la cocaína en Europa—, contra las maniobras en contra de la integridad del Estado y del ordenamiento constitucional llevadas a cabo por los separatistas catalanes —incluido el derribo del sistema informático del pseudorreferéndum, que a día de hoy continúa sin poder certificar sus resultados salvo para los más crédulos— o contra la impune piratería de contenidos culturales, que expolia millones de euros a una industria legítima y a las arcas públicas.

Que quien tiene en su haber tales éxitos, más el de haber desarrollado durante más de veinte años una labor crucial en la aniquilación de la amenaza etarra, sea despachado bajo el solo y antojadizo pretexto de la falta de confianza, a cuento de una filtración de una comunicación interna que no se ha probado que haya hecho el damnificado —con un desprecio de la presunción de inocencia que pasma en quien vistió alguna vez una toga—, ni es de recibo ni puede permitirse que salga tan barato a quien no parece encontrar otra forma de demostrar su autoridad.

El cese del coronel jefe de la UCO, profesional acreditado, reconocido y de competencia fuera de toda duda, y cuyo amparo e impulso ha permitido a los investigadores a sus órdenes trabajar con resolución y eficacia, es un peligroso paso en la dirección más siniestra: la de sugerir a los servidores públicos que más vale halagar al que manda que cumplir con el deber. Que la lista de los que se regocijan con él la forme la flor y nata de los enemigos de España y de las leyes que se han dado los españoles es un mérito dudoso, dudosísimo, de un ministro que quiera ser digno de la gente y del país a los que debería, ante todo, defender.