La semana pasada Europa volvió a hablarnos acerca de nosotros mismos. Dos días después de que un tribunal alemán dictara sentencia sobre la extradición de Puigdemont, la corresponsal de Le Monde en España, Sandrine Morel, daba una entrevista en la que explicaba su punto de vista acerca del procés. La sentencia alemana hizo las delicias del independentismo, mientras que la entrevista de la corresponsal fue muy celebrada por el constitucionalismo. Por otro lado, la prensa nacional criticó duramente la sentencia de Schleswig-Holstein, mientras que algunas reacciones a la entrevista en las redes dieron fe de lo que la corresponsal afirmaba acerca de la presión de los trolls.

No hay razón para ser equidistante: creo que Morel tiene bastante razón en lo que dice sobre el procés, y que el tribunal alemán tiene entre poca y ninguna. También creo que tanto el Gobierno español como el juez Llarena deberían protestar por la clara y dañina extralimitación de los jueces de Schleswig-Holstein -otra cosa es que la suspensión del espacio Schengen, en el filo de la temporada alta en las playas mallorquinas, sea la mejor forma de hacerlo-. Pero es preocupante que sigamos con esta dinámica según la cual Europa nos encanta cuando nos da la razón y nos resulta odiosa cuando nos la quita. Dinámica en la que el constitucionalismo y el independentismo están milimétricamente hermanados y que da fe de una inseguridad compartida y profunda, al otorgar un plus de relevancia (tanto para bien como para mal) a cualquier pronunciamiento que provenga de los países europeos más desarrollados.

Uno ya ha escrito versiones de esta columna, sin que el resultado haya debido preocupar a los sismólogos; y está claro que nos encontramos ante pulsiones tan profundas de nuestra cultura política, tan arraigadas en nuestra forma de plantear un debate, que casi parece una pérdida de tiempo preocuparse por ellas. Pero hay que insistir en el tema por una sencilla razón: el otoño traerá el juicio a los líderes del procés, y con él el regreso de España a los telediarios de todo el mundo. Y es probable que, cuando llegue ese momento, comprobemos que la propaganda nacionalista conquistó posiciones fundamentales en el extranjero durante los años de Rajoy y de Soraya; y, también, que constatemos con tristeza que en el nuevo Gobierno socialista Batet no era la coartada de Borrell, sino que Borrell era la coartada de Batet.

La opinión pública debería ir asumiendo, por tanto, que si al final hay una sentencia condenatoria de los líderes del golpe posmoderno esto pueda provocar una airada desaprobación en el extranjero. Y la mejor forma de prepararse sería escapando lo antes posible de la lógica que otorga un plus de relevancia a un argumento si proviene de un ciudadano de la Europa desarrollada, incluso cuando es para darnos la razón. Interioricemos la evidencia de que Europa está lo suficientemente poblada como para que siempre se pueda encontrar en ella a alguien que nos dé la razón o nos la quite, sea sobre la crisis catalana o sobre la divinidad del Gran Espagueti Volador. Interioricemos también que la validez de una posición depende de si está bien fundamentada y no de quién la formula. Y no olvidemos nunca que en todos los idiomas existe una palabra para designar el concepto de “tontería”.