Allá donde lea, allá donde mire, hay una dieta acechándome: “Cómo deshacerte de 5 kilos en un mes”, “Top 7 alimentos para perder peso en verano”, “Adelgaza sin esfuerzo”. Los escaparates de las farmacias son un cuadro flamenco: potingues para drenar, para saciar, para perder el doble comiendo lo mismo.

Da igual si tienes gripe o la varicela. Tú adelgaza y verás qué bien. Adelgazar es el súmmum, la piedra filosofal, el Eureka universal.

Las fotos que adornan esos productos son de mujeres que, evidentemente, no necesitan régimen alguno. Aunque, bien pensado, ¿quién lo necesita? Según los anuncios: TODAS. Porque ninguno te detalla que si tu porcentaje de grasa corporal está por encima del 45% entonces deberías acudir a un nutricionista. NO, NO, NO. Seas como seas, mejor estarás si pierdes.

Incluso el mundo zen se ha contagiado de la fiebre anti-kilos. Buscando la tan ansiada paz interior, una hojea las revistas de yoga y resulta que también nos aleccionan sobre cómo deshacernos de nuestras lorzas (las tengamos o no). Lo de la relajación y la conexión con uno mismo ya no es suficiente: si quieres alcanzar el Nirvana, rebaja peso, guapa. Es un hecho: la operación bikini nos devora. O al menos lo intenta.

Y si nosotras hemos de quedarnos cual raspa, ellos deberían ponerse cachas, pero mucho. No hay más que ver los titulares de las revistas masculinas: cómo marcar abdominales, cómo resistir una maratón, cómo conseguir el cuerpo de Thor. Las chicas flacas, los chicos cachas. No voy a entrar en el trasfondo de esta diferencia, esa será otra columna.

Da igual si te quedas chupada por un mal de amores o porque tienes un estrés del copón. Perder es lo suyo. Flaca es bien. Los kilos son caca. Son Satanás.

Las noticias publican que Instagram y Snapchat son las redes sociales que más han contribuido a jorobar la autoestima de los usuarios. Y digo yo que muy bien no estarían las bases del autoamor para que unas fotos en tu pantalla te hagan dudar sobre tu valía como ser humano. Cotilleando las fotos de Gisele Bündchen jamás se me ocurriría dejar de comer para ser como ella. La observo como el fenómeno paranormal que es, con la misma admiración con la que disfruto las pelis de superhéroes. Y con la misma incredulidad. Nunca tendré reflejos arácnidos ni el culo de la brasileña. Fin de la historia.

Quizás el debate debería centrarse en quién está mirando la pantalla y no de quién o cómo es la foto de marras. Cuando la inmensa mayoría de los menores se pasan el día con la nariz pegada a un teléfono o cualquier otro aparatito, nos exponemos a criar una generación de personas sin capacidad de observación, ni del mundo, ni de su persona. Lo virtual y lo real se confunden en esos cerebritos a medio formar. Y eso no es culpa ni de la flaca, ni de la gorda, ni de Zuckerberg, sino de algunos progenitores.

Pero ojito, que si llegas al cuerpo soñado (sea lo que sea eso) ni se te ocurra hacerte una foto y subirla a tus redes sociales. Exhibicionista. Creída. Que vas a traumatizar a las niñas. La anorexia es toda culpa tuya, maldita. No hay más que ver la que le liaron a Ana Guerra en “Amigas y conocidas” por colgar una foto con bikini en su Instagram. La próxima vez que te bañes en la piscina, ponte un neopreno o una túnica, que enseñar carne no es feminista. Yo ando preocupadísima por si he de pasar del topless al burka para no autocosificarme. Con lo bonito que es bañarse en pelotas. Eso también será otra columna.

Para el tema de las fotos ligerita de ropa en redes es casi mejor que te sobren treinta o cuarenta kilos, porque entonces te conviertes en Body Positive y eso sí que lo mola todo. Pero tampoco en ese caso deberías pasarte mucho con la exhibición, vaya a ser que a la gente le dé envidia y provoques una epidemia de obesidad.

Las delgadas traumatizan, las gordas fomentan los malos hábitos. Vaya lío. Normal que muchos no sepan qué pensar, ni qué pesar. Si adelgazar, engordar o quedarse como están.

Yo, de momento, ni me lo planteo. Afortunadamente.