Hace un par de semanas pasé un día entero en un hospital acompañando a una amiga que iba a someterse en una pequeña intervención. La cosa salió bien, como estaba previsto, y cuando la trajeron a la habitación, atontada por los calmantes y con una sonrisa estúpida en la boca, eran ya casi las doce de la noche.

Llevaba unas horas allí metida, y decidí salir a buscar algo de comer. La cafetería del hospital estaba cerrada, y una enfermera me acompañó a una sala llena de maquinitas de vending. Confieso que, descartada la posibilidad de comerme un buen bocadillo de jamón o un sándwich club me apetecía atiborrarme de patatas fritas, bolitas de chocolate o galletas rellenas. Pero ay, mi gozo en un pozo: en aquellas máquinas del demonio sólo había tostadas integrales, unas infames barritas de avena, una especie de tortas aplastadas de siete cereales y libres de grasas trans… Una birria, vamos.

Junto a mí, los acompañantes de otros enfermos miraban desolados aquella colección de sanísimas porquerías mientras, como yo, soñaban con bolsas de cortezas de cerdo, donuts glaseados y hojaldres recubiertos de sucedáneo de cacao, que es lo que ha habido siempre en las máquinas como Dios manda. Bastante chungo es pasar la noche en un hospital como para encima tener que quitarse la gazuza con bizcochos de salvado y tortitas de quinoa.

Y no les hablo de la bebida: nada de cocacola, nada de fanta de naranja: agua mineral, zumo de manzana y una cosa verde que no sé lo que era pero que recordaba sospechosamente a algún veneno, supongo que sanísimo. ¿Qué pasa, que quieren lanzar un mensaje subliminal en plan “esto es lo que deberías comer si no quieres acabar en una mesa de operaciones”? ¿Que ya que estás en una clínica es buen momento para empezar a comer como bien?

Miren, yo procuro hacer una dieta equilibrada, pero si estoy en un hospital, preocupada, o cansada, o las dos cosas, no es ningún pecado querer algo pringoso. E impedirlo reduciendo la oferta a un montón de chorradas insípidas y carísimas me parece una forma sofisticada de tortura.

Una señora y yo sacamos de la máquina una especie de torreznos sin grasa, sin aceite, sin sal y sin sabor, y nos los comimos tristemente. No sé qué habrá hecho aquella buena mujer, pero yo, cuando llegué a casa ya de madrugada, me preparé unos huevos fritos con chorizo y me bebí una cerveza. Y al día siguiente, cuando fui al hospital a visitar a mi amiga, le llevé de matute dos foskitos y una bolsa de onduladas al jamón. Tontadas las justas. Que ya está bien, hombre.