Inés Arrimadas mira siempre a los ojos de sus víctimas. No se corta, no se esconde en los papeles del atril, ni se ahoga en el vaso de agua que le ponen a su vera, ni desvía su mirada a derecha o izquierda tratando de escapar, ni esconde la mano tras tirar la piedra. Ella no huye jamás. Cuando abre la boca crece, lo que no suele ser habitual entre sus compañeros de profesión. Y siempre habla de frente, directa al objetivo para que a éste no le quepa la menor duda de que se dirige a él, de que va a por él.

Sus argumentos le salen de las tripas, también del corazón pero especialmente de su convencimiento en lo que dice, de creer que tiene la razón de su parte. Se viene arriba cuando está rodeada porque sabe defenderse como nadie en campo contrario, siempre lo ha tenido que hacer. Ella no conoce la palabra miedo.

Tanto en este debate de investidura como en otros enfrentamientos verbales en el Parlament ha dado la impresión de querer salirse del estrado, de comerse literalmente al adversario, de que sus palabras, claras y rotundas, tuvieran ganas de volar de su interior, de ver la luz, de enfrentarse a todos, incluso a las bestias por mucho que estas intenten atacar o esconderse cobardemente. Y siempre con un lenguaje contundente y meridianamente claro que no deja nada a la interpretación y que tan bien entienden seguidores y contrincantes.

Es seguro que pese a lo que crea el señor Torra, Inés Arrimadas no tiene un bache en su cadena de ADN, no padece una fobia enfermiza contra todo lo catalán ni tiene ningún complejo de tipo freudiano. Es española y catalana al mismo tiempo y habla perfectamente las dos lenguas sin sufrir por ello tara alguna. A ella no se le ocurriría jamás sacar a debate el ADN no ya de los rivales políticos sino de cualquier ser humano. A buen seguro que piensa lo terrible y cansino que resulta, a estas alturas de la vida, seguir hablando de adeenes, de purezas sanguíneas o de cráneos, ya sean de Tarragona o de Ávila.

En el debate de investidura no dudó en acusar al nuevo presidente de la Generalitat de “supremacista”, “xenófobo” y “racista”, ni tampoco le tembló la voz al tachar de “indignante” a Mariano Rajoy –al que no pudo mirar a los ojos porque no estaba en el Parlament– por haber facilitado el aterrizaje de un personaje tan lamentable y peligroso como Torra.

Pero a Inés Arrimadas no le dan miedo las bestias. La rondan desde hace demasiado tiempo. Frente a ellas opone simplemente su palabra, su verbo encendido y una pasión en el ejercicio de la política que devuelve a los mortales la fe en una profesión carcomida por corruptos, traidores y mediocres. Ni me gusta Ciudadanos ni me fío de su líder, pero admiro a los valientes como ella, a los que sobreviven en territorio comanche sin dar un paso atrás, a los que son capaces de decir la última palabra, a los que salen en tromba para que nadie pueda escapar. Ni tan siquiera las bestias.