Hasta ayer, tenía el convencimiento de que el bombardeo de Guernica fue un crimen de guerra cometido por la aviación de la Alemania nazi, en coalición con la Italia fascista y en connivencia con un grupo de generales españoles que traicionaron su compromiso de lealtad a la república democrática y se enfrentaron a ella -y a otros generales leales, a los que pasaron por las armas-, con el objetivo, finalmente alcanzado, de arrebatar las libertades al conjunto de sus compatriotas. Ingenuo de mí.

Gracias al didáctico comunicado con el que ETA justifica el grueso de sus crímenes, pide apenas perdón por haber apuntado mal en algunos y no pasa de “sentir” distraídamente el resto, he descubierto que lo de Guernica fue un ultraje contra ellos y sus afines, es decir, contra los depositarios de la vasquidad más truculenta y desaforada, consumado por nosotros, los españoles a los que luego ellos, en ejercicio del derecho de legítima defensa, resolvieron ponernos en el punto de mira de sus pistolas.

Si utilizo la primera persona es porque durante unos años mi casa estaba en una colonia militar, declarada blanco válido de la acción de los cachorros del hacha y la serpiente, y porque con el tiempo y con paciencia acabaron cobrándose la vida de uno de mis vecinos, al que por poco no ejecutaron -este era el verbo que solían utilizar entonces, cuando aún no se habían iniciado en esta forma desvaída y selectiva de amor al prójimo que practican últimamente- junto a sus hijos. Y es que uno de sus métodos de lucha admisibles, el coche bomba con sistema de péndulo, que fue el que dieron en emplear contra mi vecino, adolecía de cierta imprecisión, como cualquiera con dos dedos de frente habría colegido a priori, sin necesidad de andar ahora, a posteriori, representando la comedia del arrepentimiento.

De verdad que no sé cuándo ni cómo pudo aquel hombre, o sus hijos, o el resto de hombres y mujeres que vivían allí, y sus hijos respectivos, todos ellos convertidos en objetivo potencial de los etarras, participar en un bombardeo perpetrado antes de que nacieran -naciéramos- prácticamente todos. Tampoco, si la atribución fuera simbólica, se me alcanza en virtud de qué los que nunca bombardeamos ni pudimos bombardear Guernica fuimos declarados herederos morales del mariscal Göring y de los pilotos de la Luftwaffe que la sobrevolaron allá por 1937.

El alarde histórico-psicológico de ETA -de aquel trauma, estas bombas y estos tiros en la nuca-, en su palinodia tosca y demediada, preludio de una pseudodisolución que llegan tarde para decidir, porque ya fue lograda de facto por la Guardia Civil y el resto de los servidores de la ley democrática que se dieron a sí mismos los españoles, demuestra hasta qué punto su siniestra aventura se fundaba en las bases más hueras y precarias. La indigencia intelectual y moral del discurso etarra -y de quienes lo apuntalaban- siempre fue extrema. Y al final, patética.

Ahora esperarán una medalla. Y habrá quien se la dé.