Ayer me dijo Jorge Castillo, el gran artista, que ha sido muy feliz –“con mis tragedias, claro, que también las ha habido”-, durante toda su vida. Pero, especialmente, estos últimos 20 años.

Castillo, que cumplirá los 85 en julio y se encuentra en un momento óptimo de forma, ha disfrutado una vida casi convencional de pintor rebelde: vagabundeó en la calle durante dos años, abandonó a uno de sus maestros el primer día –“me hizo una corrección estúpida, en la escuela no iban a enseñarme nada”-, y anheló vivir en París.

Perdió a su primera mujer al año y medio de matrimonio debido a una leucemia; tuvo numerosos amigos y amantes, y se compró una casa de siete pisos a escasos metros del Guggenheim de Nueva York. En esos años, entre finales de los 60 y los 90, conoció el éxito mayúsculo –“vendí muchísimos cuadros y gané mucho dinero”-; algún tiempo después se enfrentó al opuesto del éxito, tan enriquecedor: no tanto el fracaso, pero sí la incomprensión; lo ignoraban. Ninguna de las dos situaciones lo hizo mucho más o menos dichoso. La felicidad real se la regaló Yola, su actual pareja, 25 años menor que él.

“Nunca he sido tan feliz como lo soy ahora”, me confesó el pintor, sonriente y tal vez sorprendido de oírse a sí mismo haciendo semejante aseveración, tan impropia de un creador subversivo.

Ha estado en Madrid estos días Julio Bevione, el comunicador y escritor de Córdoba, Argentina, que, como Jorge Bucay, defiende que la felicidad proviene de uno mismo, no del exterior. Perdona a tus padres de una vez, solía argumentar el psicodramaturgo gestáltico porteño, y hazte ya cargo de ti mismo: nadie más lo va a hacer.

“La mayor causa de sufrimiento no proviene de nuestro entorno, sino de nuestras ideas”, coincide, y así lo escribe, Bevione en La vida en 5 minutos (Kailas, 2018). El autor muestra en su encuentro-conferencia Relaciones que funcionan, que también se pudo ver en la capital, las claves para dotar a una pareja de todo el sentido, como le ocurre a la que forman Castillo y Yola.

Porque, insiste Bevione, la felicidad es una característica primaria en el ser humano: nacemos felices, arguye, y somos nosotros –y no la vida- quien se despoja de esa alegría innata debido a una perspectiva errónea reforzada a lo largo de los años.

Nada es tan terrible (Grijalgo, 2018), titula el psicólogo Rafael Santandreu su última obra. A veces, se equivoca: algunas circunstancias sí lo son, pero seguro que muchas menos de las que pensamos. La mayoría de esos aparentes dramas no es más que un reflejo distorsionado que provoca un sufrimiento tan atroz como, casi siempre, innecesario.

Castillo no sufre, y eso que lleva cuatro meses sin pintar. En este tiempo, le han hecho una gran exposición en Galicia y ha escrito una novela; tan ilusionado como un niño ochenta años más joven, aún más ingenuo que dichoso, busca editor. Quién sabe, igual ya lo ha encontrado.

En el excelente documental Expedition Happiness, que cuenta las aventuras de una pareja alemana y su perro mientras recorren Canadá, Estados Unidos y México en un autobús escolar adaptado, el protagonista afirma que la felicidad es la única cosa que, si la compartes, en realidad se duplica.

Quizá sea ese el secreto de esta expedición a menudo rutinaria que hacemos todos. El que quieren transmitir Bevione y Santandreu. El que conoce desde hace dos décadas –el tiempo que ya dura su sintonía con Yola- el gran Castillo: compartir no resta, sino que multiplica.