Cuenta Michel de Montaigne en sus Ensayos que el célebre jurisconsulto medieval Bártolo de Sassoferrato, acaso el jurista más influyente de la Historia, siempre que se encontraba con una cuestión jurídica especialmente abstrusa, y por tanto difícil de decidir en un sentido o en otro, anotaba al margen: cuestión para el amigo. Quería con ello decir que, allí donde era posible argumentar jurídicamente una postura y la contraria, lo que procedía era resolver la controversia a favor de quien resultara más afín o simpático al juzgador, esto es, que era la oportunidad para pronunciarse en beneficio de la propia inclinación.

No cabe duda de que la cuestión jurídica que la euroorden cursada por el juez Llarena planteaba a la justicia alemana, o para ser más exactos a la justicia del Land de Schleswig-Holstein (algún alma caritativa debería decirles a nuestros tertulianos que Länder, pronúnciese lender, es la forma plural), es una de esas cuestiones abstrusas. A fin de cuentas, implica el ejercicio de subsumir un ordenamiento penal en otro distinto, y por añadidura se ven afectados derechos fundamentales que es misión de los jueces de cualquier estado de Derecho garantizar.

Tampoco cabe mucha duda, vista la celeridad con que la justicia alemana ha resuelto el asunto, que ha echado mano de la máxima del insigne Bártolo: ante la duda, para el amigo, es decir, favorezcamos la libertad y la impunidad del detenido, que está reclamado por un país poco influyente -y con su imagen erosionada en la prensa local- y que es además ex presidente de una región autónoma que no dejará de despertar simpatías entre los habitantes de un estado como Schleswig-Holstein.

No era un resultado impensable: es más, cuando se apostó todo a la carta judicial, y cuando el que había de jugarla, dentro de todas las opciones de que disponía, decidió echar el órdago a la grande, debió preverse que no sería fácil hacerlo valer en una timba extranjera. Y se pregunta uno si quienes podían y debían pusieron todos los medios: primero, para contrarrestar la febril campaña del independentismo para minimizar su violencia y magnificar la contraria; segundo, para que a los jueces alemanes que iban a decidir, y a los que debía reputarse permeables al influjo de la agit-prop procesista, se les pusieran en las manos, de manera puntual y exhaustiva (y por descontado, en alemán) todos los elementos que justificaban la imputación judicial previa a la euroorden. Algo, resulta evidente, ha fallado, y es un fracaso mayor del Gobierno español, por cuanto supone el menoscabo, momentáneo pero de alcance final imprevisible, de la estrategia única a la que se había fiado la solución del roto catalán.

Ahora bien, que la liberación de Puigdemont sea un triunfo para el independentismo está por ver. Algunos de sus correligionarios, que parecían haber respirado aliviados al verlo desaparecer tras los muros de Neumünster, se las ven y se las desean ahora para aparentar un mustio alborozo. El fracaso procesal del Estado en tierras alemanas sucede al fracaso descomunal, sustantivo y escalofriante, de un movimiento que con la promesa de la independencia, y bajo la atolondrada dirección del líder ahora excarcelado, trajo a Cataluña la fractura social, la huida empresarial y, hoy por hoy, la pérdida de su autogobierno.