Desde hace algún tiempo ya nos ha quedado claro que en la escala de valores de quienes se proponen independizar a una Cataluña hecha a su medida de una España teñida siempre con los tonos más oscuros el fin justifica los medios. Ya antes de las maniobras de coacción y amenaza acontecidas en las dos últimas semanas, y bendecidas por el independentismo con un silencio cómplice que recuerda otros tiempos y otros lugares, dejaron ver su predisposición a convivir con todo tipo de extorsiones; eso sí, convenientemente invisibilizadas, gracias a las varias cortinas de humo que el Gobierno central, con entusiasmo digno de mejor empresa, les ha ayudado una y otra vez a interponer.

El mecanismo preferido para imponer su agenda ha sido la utilización de multitudes en apariencia acéfalas, de las que con insistencia se decía que eran espontáneas e incontrolables, pero que en la práctica se han comportado tan disciplinadamente como la organización más jerarquizada y militarizada que pueda acudirle a la mente al lector. Como tal organismo reaccionaron en septiembre del año pasado para acudir a rodear, secuestrar y amedrentar a una comitiva judicial, y después para disolverse cuando a los impulsores del motín se les hizo notar que aquello podía tener las consecuencias que finalmente ha tenido.

Podrían ponerse más ejemplos, incluso anteriores al otoño pasado; verbigracia, cuando una horda de acosadores cayó sobre la dirección de correo electrónico de una digna funcionaria del Departament d’Ensenyament que negó a dejar la llave del centro del que era responsable, para una finalidad partidista ajena al servicio público al que está destinado y de tan dudosa legalidad que ninguno de sus superiores osó pedírselo por escrito.

Aupado a esas masas, convenientemente alentadas, el independentismo llegó al extremo de tramitar leyes secretas y de aprobarlas con ignorancia flagrante del marco constitucional y estatutario y desprecio olímpico de la representación parlamentaria de millones de catalanes. Una hazaña pacífico-democrática no lo bastante ponderada por los medios internacionales que tan sensibles se han mostrado, en cambio, hacia esos presuntos «cientos de hospitalizados» que The Times daba por efectivos el otro día sin que nadie los haya acreditado ni de lejos.

Si los independentistas tienen un fin que legitima cualquier medio, al Gobierno que les hace frente parece haberle embargado un ensueño de signo contrario: el de creer que los medios sirven por sí mismos, sin tener un fin sólido e inteligible que uno deba proclamar para hacerlos valer. El Estado de Derecho es un medio para sostener la convivencia democrática. Ahora que nuestra querella se ventila en tribunales extraños, lo que necesitamos es hacer énfasis en la defensa de ese proyecto común para convivir en libertad, igualdad, fraternidad y justicia que al nacionalismo, anclado en espejismos decimonónicos, no le interesa y por eso ha decidido sabotear y declarar inviable. Quedarse en los meros formalismos legales es una estrategia miope y peligrosa.