En las últimas semanas ha cobrado cuerpo un discurso de resistencia, o cuanto menos de problematización, ante el movimiento Me Too. La línea maestra de este discurso parece ser la siguiente: está bien que se denuncien los abusos sexuales y las violaciones donde se hayan producido, pero la forma en que lo hace el Me Too crea un ecosistema que incentiva los linchamientos populares basados en acusaciones que pueden ser ciertas, pero que también pueden ser falsas. Al cargarnos la presunción de inocencia -con la inestimable ayuda tanto de los medios tradicionales como de las redes sociales-, estaríamos exponiendo a un número incalculable de personas a una muerte civil posiblemente injusta.

Varias voces, fuera y dentro de España, han señalado otras consecuencias negativas de esta tendencia, como el paternalismo que implica reducir a todas las mujeres al estatus de víctimas, o la extensión de un puritanismo que empobrecería nuestra experiencia del arte y de las relaciones entre los sexos. Pero la fuente principal de anticuerpos contra la cultura del Me Too sigue siendo la prevención ante las consecuencias negativas de un ecosistema inquisitorial.

Lo paradójico es que esta resistencia muestre tanta salud en un país que desde hace varios años ha adoptado el discurso de tolerancia cero contra la corrupción. Porque esta mentalidad se basa en las mismas dinámicas que nos preocupan con el Me Too: linchamientos populares sin respetar la presunción de inocencia, destrucción de carreras profesionales y muertes civiles de quienes han sido meramente acusados -a menudo por enemigos políticos- o se encuentran bajo investigación. La respuesta a las objeciones es, además, la misma que en el Me Too: el problema que queremos resolver sería tan grave que unos cuantos linchamientos injustos se convierten en un mal menor y asumible. Por cierto: yo mismo he abrazado este discurso de tolerancia cero, lo he defendido en unos cuantos artículos y -al menos instintivamente- sigo creyendo en él.

Más paradójico aún es que generen más resistencia las consecuencias negativas del Me Too que las de la lucha contra la corrupción si tenemos en cuenta que el problema de fondo es mucho más grave en el primer caso que en el segundo. Y si no, consideren la diferencia entre una violación y que el concejal de urbanismo de su localidad se lleve una mordida de 5.000 euros.

Quizá lo que explique esta pequeña esquizofrenia sea el autointerés que suele esconderse bajo nuestros principios. La presunción de inocencia nos importa más cuando creemos que puede beneficiarnos si en algún momento vienen mal dadas. La inmensa mayoría de nosotros no somos políticos, así que nos afecta poco que se les esté exponiendo a un ecosistema inquisitorial. Pero la mitad de nosotros somos hombres, y la otra mitad también se ve directamente interpelada por las consecuencias del Me Too. Por no hablar de que lo que le ha sucedido a Woody Allen podría pasarles a muchos creadores que han alcanzado el suficiente reconocimiento como para tener acceso a las páginas de los periódicos -digamos personajes como Javier Marías o Michael Haneke-.

Estos temas son importantes, urgentes y complicados, y es normal que nos cueste encontrar su justo medio. Pero puestos a debatir, hagamos hueco para una reflexión sobre la facilidad con que asumimos la muerte civil de los demás cuando pensamos que nunca nos podría pasar a nosotros.