En la partida de póker en que se ha convertido la negociación para investir al nuevo presidente de Cataluña, Puigdemont va de farol. Habrá fumata amarilla. Y la habrá porque aquí las ambiciones personales y la ideología son, a la hora de la verdad, cuestiones secundarias. Está en juego la primera industria de Cataluña: la Generalitat.

Puigdemont no tiene redaños para dar pie a unas nuevas elecciones en las que se pongan en juego TV-3, el entramado mediático del editorial único, las embajadas, los cientos de asesores, los miles de trabajadores eventuales e interinos, los premios a la eficacia en el adoctrinamiento, las subvenciones millonarias a las entidades pseudoculturales y el tres per cent. En dos palabras: el pesebre.

Mucho menos puede arriesgarse Puigdemont a que alguien pueda levantar unas alfombras que acumulan mugre desde los tiempos de Ronald Reagan, la Perestroika y los éxitos de Abba. Los establos de Augías, seguro, no amontonaban tanta suciedad cuando los dioses encargaron su limpieza a Hércules.

El nacionalismo ha explotado durante años el eslogan de que Cataluña no es España, pero si algo ha quedado claro es que España no es Cataluña. Si lo fuera, los constitucionalistas habrían cambiado ya la Ley electoral para evitar que los partidos separatistas estén sobrerrepresentados en el Parlamento; así perderían cualquier opción de volver a condicionar la política nacional.

De la misma forma, si España fuera Cataluña la izquierda no se avergonzaría de pactar con los conservadores. Es absolutamente inimaginable una coalición entre el PP y el PSOE, por poner por caso, y sin embargo la revolucionaria Esquerra Republicana no dudó en presentarse a unas elecciones de la mano de la sardanística y corrupta Convergència de Pujol y de Mas

Hasta la CUP, el partido antisistema y subversivo por antonomasia, ha sido capaz de prestarse a ser la muleta de esa grotesca sociedad de intereses en su camino hacia la república y la independencia. Y el mismísimo Podemos, resuelto a asaltar el cielo español, el del "no nos representan", el que anda galleando de los platós al Congreso y viceversa, es un dócil corderito en manos de los dueños del chiringuito catalán.

Tras lo amagos, los aspavientos y la gincana teatrera habrá fumata amarilla. A efectos del gran negocio llamado Cataluña, Puigdemont es insignificante.