Cuando este pasado 22 de diciembre escuché por televisión a un campechano habitante de Alagón, pueblo situado a 25 kilómetros de Zaragoza, contando literalmente y con sumo aplomo que la noticia de que le había tocado la lotería de Navidad le cogió cagando y que –apostilló con idéntico aplomo– no recordaba incluso si se había limpiado el culo antes de subirse los pantalones, me acordé inmediatamente de Mariano Rajoy y de cómo le habían cogido a él los resultados electorales del día anterior en Cataluña.

Pido perdón de antemano por el escatológico ejemplo. Y no quiero, ni mucho menos, frivolizar sobre el resultado que han deparado las urnas, ni que vean la comparación como un detalle de mal gusto, un chiste facilón o una boutade del arriba firmante. No, lo digo completamente en serio; tan en serio me lo tomo que creo que si el presidente de todos los españoles hubiera tenido un mínimo de educación democrática habría tenido que dimitir inmediatamente y convocado elecciones generales tras el sonoro fiasco, antes incluso de que el campechano zaragozano de Alagón se hubiera enterado, de aquellas maneras que nos contó, que le había tocado la lotería de Navidad.

Y no quiero decir con esto que al presidente del Gobierno le haya cogido de esta guisa la victoria del independentismo, el fracaso estrepitoso de sus siglas o, para más inri, el éxito incontestable de Ciudadanos. Pero no encuentro mejor visualización para plasmar el cuadro que nos ha dejado su lamentable gestión de una crisis que ya se anunciaba desde el mismo momento en el que convocó unas elecciones autonómicas sin antes haber desmembrado las bases que habían provocado el 1-O de este año o el 9-N de 2014.

Otro que no hubiera sido él no habría pegado ojo la noche de la catástrofe catalana, e incluso al mirarse en el espejo, Mariano Rajoy se habría dado de bruces con un fracasado impenitente, con un cobarde –políticamente hablando– irrecuperable. Debe ser muy duro para un dirigente político –y no digamos si además es el presidente del Gobierno– volcarse en una campaña electoral como nunca antes lo había hecho y que su partido se quede con cuatro miserables diputados –siete menos de los que tenía– y que además la opción separatista renueve su absolutismo y su legitimidad gracias a la coartada facilitada por tan mediocre política.

Pero a él le resbala todo. Nada parece tocarle. Es inmune al fracaso, a la crítica, a los errores que nunca parecen ser suyos. Siempre de perfil, siempre ciego, sordo, mudo… que para eso tiene a muchos que le escriben y le guían y le aconsejan. No aplicar antes el 155 fue culpa de la oposición, aplicarlo como se aplicó con elecciones a la vuelta de la esquina fue también culpa de PSOE y Ciudadanos que le obligaron, fracasar electoralmente el 21-D hay que reprochárselo al juego sucio de Inés Arrimadas y no a su nefasta gestión de la crisis o a la de su vicepresidenta que todo lo sabía pero en nada acertó. En pocos lugares democráticos se tiene tanta desvergüenza para culpar de todas las plagas de Egipto a la oposición y no a quien gobierna, a quien tiene pluma y tintero para firmar en el Boletín Oficial del Estado.

Nunca en España un presidente del Gobierno, ni tan siquiera José Luis Rodríguez Zapatero, se ha equivocado tanto y de forma tan reiterada y con efectos tan devastadores para la estabilidad política del país –Valencia, Baleares y quién sabe si Galicia esperan su momento y País Vasco y Navarra siempre están ahí–, para la imagen de España en el exterior –los resultados del 21-D han vuelto a poner a la democracia española en la picota y sigue planeando sobre nosotros la leyenda negra de llevar al autoritarismo en nuestra venas sin que nadie haya intentando siquiera combatir tamaño estigma– y para la convivencia pacífica de todos los españoles –donde incluyo a los catalanes, al menos a la mitad de ellos–, hartos del cansino problema catalán y de que aquellos que deberían intentar solucionarlo no solo no lo consigan sino que lo aviven; y hartos asimismo de que se nos tache de fascistas/franquistas cuando no lo somos.

Aunque no pisemos catedral alguna sería bueno que nos preguntáramos en qué momento se nos empezó a joder este país.