Hace unos años, mi abuela dejó de fabricar mazapán. Almendra molida, huevos, azúcar y fruta escarchada de colores. Llevaba décadas haciéndolo en la cocina, aquel templo de azulejos de flores donde también colgaban embutidos. Ella, mi madre y yo, como asistente molesto, escribíamos la Navidad en cada mazacote de dulce.

A mí, lo que me gustaba, era darle al molinillo rojo en el que la almendra se picaba como si fuera nieve para el belén. “No juegues con la comida”, me decía. Era lo único que podía hacer subido en una silla, porque a mí, ese mazapán lleno de tropezones de colores intensos que hacía mi abuela Irene, no me gustaba; lo que yo quería, por aquel entonces, era ponerme morado de turrón de chocolate.

Hoy, con un montón de años más y las papilas gustativas atrofiadas por tanto sabor a plástico, acidulante y estimulantes varios con iniciales en mayúscula y números de serie a modo de jeroglífico Fibonacci, lo confieso: echo de menos aquel mazapán de fruta escarchada que hacía la Irene. Lo que es la vida. Echo de menos cómo estallaba el sabor en la boca, inundándolo todo de Navidad.

Pero ya no está mi abuela. Tampoco tengo la receta. Ni el molinillo. Ni la emoción. Solo me queda la saliva que ahora recorre la boca entre la nostalgia, el paladar y las palabras.

Mi espíritu navideño anda revuelto con los sabores de estos días. Entre los divertículos, las ausencias y la hernia de hiato, a uno se le joden las fiestas a la mínima que se potencian las emociones. Así que la opción ha sido bajar a la papelería a comprar postales de Navidad. Christmas, como decís los modernos. Xmas.

Antes de que el móvil se me llene de emojis y de memes repetidos con felicitaciones varias, cansinas y presuntamente conmovedoras, he decidido recuperar la letra. Ya que no puedo resucitar a mi abuela, ni picar almendra en la cocina de la Plaza Jesús, tiro de postal escrita.

Los buzones están llenos de publicidad de pizzas, de folletos de agencias de pisos y recibos de la luz. Algún aviso de Hacienda y las ofertas del LIDL. La guía de las páginas amarillas y un calendario del año que llega. Poco más. Con suerte una pegatina del fontanero del barrio. Qué tristeza de correos. Con el festín que era abrir la puertecilla verde y subir a casa cargado de postales de Ferrandiz. Qué momentazo os habéis perdido los millenials.

En cada postal de Navidad reconocías la firma extravagante de la tía Josefa, la letra cariñosa de las primas de Minglanilla con sus rizos en las enes y sus volantes en las oes, las enternecedoras faltas de ortografía del primo tal o el vozarrón del tío Ernesto preso de sus mayúsculas. Venga ya. Animaos otra vez. En el emoji no hay erratas, pero tampoco emoción, qué queréis que os diga. No hay corazoncito vibrante ni gif animado que sustituya el pulso tembloroso de la letra escrita. Y qué os voy a decir del sabor de la fruta escarchada en el mazapán de la abuela Irene… Ojalá pudiera. Por eso envío postales de Navidad. Otra vez. Es la evolución de la emoción, cosa rara. Con la edad uno ha ido adquiriendo vicios, pero también formas de salvarse de la melancolía.