Dicen que a su primera reunión con los organizadores del Mobile World Congress como alcaldesa de Barcelona, Ada Colau se presentó calzando chanclas de corcho y dando sermones a los responsables del mayor salón tecnológico del mundo sobre las maldades del capitalismo. Dicen también que los allí presentes no daban crédito frente al desparpajo con el que una activista de barrio con ínfulas y a la que se le transparentaba el odio y el rencor de clase por todos los poros les aleccionaba sobre un tema del que obviamente no tenía ni la más remota idea con esa osadía que sólo da la ignorancia.

Dicen también que su primer teniente de alcalde, Gerardo Pisarello, dejó escapar, entre muchas otras, una inversión de ochenta millones del euros del Gobierno chino al hacer esperar a sus representantes casi una hora para terminar delegando la reunión en una subordinada. La inversión china acabó recalando en L'Hospitalet de Llobregat.

De las muchas inversiones millonarias perdidas, de las constantes huelgas de los trabajadores de TMB, de la debacle en el número de reservas hoteleras para 2018, de la xenofobia que ha abarrotado Barcelona de pintadas que piden el asesinato de turistas, de las ya rutinarias manifestaciones que alteran la vida de los barrios, de las renuncias de los organizadores de congresos y conferencias internacionales a celebrar sus reuniones aquí, del hundimiento del mercado inmobiliario, de las caídas de un 50% en las ventas de los comercios del centro de la ciudad y de la huida de profesionales de alto nivel ya está todo escrito. La conversión de Barcelona en una gigantesca pero empobrecida aldea abarrotada de rústicos perpetuamente enfurecidos con los semáforos continua a buen ritmo y culminará en apenas tres o cuatro años si Europa no lo remedia (del Gobierno español yo ya no espero ayuda alguna).

Hace años colaboré en varias revistas musicales. Calculo que debí realizar unas doscientas o trescientas entrevistas a bandas de todo el mundo y confieso que apenas recuerdo a qué rayos sonaba la mayoría de ellas. En aquel momento, apenas superada la adolescencia, esos artistas me parecían la cima intelectual y artística del género humano. Ahora ni siquiera recuerdo sus nombres.

Yo solía achacar esa desmemoria al lamentable estado de alteración de los sentidos, por llamarlo finamente, en el que artistas y periodistas realizábamos esas entrevistas en los camerinos de las salas de conciertos o en las habitaciones de los hoteles. Ahora sé que si no los recuerdo es porque eran inaudibles. Cuando, muy de uvas a peras, recupero alguno de esos discos, me sorprendo de cómo pude llegar a encontrarle alguna virtud a esa exhibición de orgullosa incompetencia sonora.

Sí recuerdo, en cambio, un detalle que caló profundamente en mi cabeza de chorlito adolescente. Más que detalle, era una regla que no solía fallar jamás: los artistas de mayor prestigio y/o éxito comercial, digamos los Oasis, Marilyn Manson o Beyoncé, eran infinitamente más educados, amables y sensatos, tras decenas de discos publicados y millones de dólares ingresados en sus cuentas corrientes, que los parguelas de puebluchos tipo Brixton con apenas un par de singles en el mercado.

Dicho de otra manera. Las estrellas del rock se comportaban como los consejeros delegados de una multinacional farmacéutica y los aspirantes a estrella del rock se comportaban como lo que eran: niños acojonados sin mayor enigma ni interés y que habrían dado una pierna por follar una sola noche de su vida. La mayoría de ellos jamás llegó a empatar musicalmente con nadie y si alguno reunió el valor suficiente para atreverse a lanzar un televisor por la ventana del hotel como sus ídolos de los años setenta, las tres o cuatro noches en prisión consiguientes le curaron ipso facto de cualquier veleidad futura similar.

Es irónico que la misma regla que no solía fallar en el terreno de la música siga valiendo hoy en día para esa nueva elite de populistas que creen estar imitando los arrebatos revolucionarios de los criminales de los años sesenta y setenta a los que veneran cuando sólo andan haciendo el ridículo frente a gente más culta, educada e inteligente que ellos.

El problema es que los parguelas de Brixton no tenían poder sobre haciendas y vidas ajenas. Pero esta gente, sí