Dice Fermí Santamaría, nacido en Tarifa (Cádiz) en 1954, que después de cuarenta y tres años en Cataluña, “nunca” se ha sentido “marginado por la lengua o despreciado por ser andaluz”. La prueba de todo ello es, siempre según él, que ahora es alcalde de un pequeño pueblo de Gerona. El pueblo es Llagostera, tiene poco más de ocho mil habitantes y lleva siendo gobernado por Fermí desde 2007.

Fermí, que supongo fue bautizado Fermín por sus padres y que, supongo también, se cambió el nombre tras su llegada a Cataluña, se afilió a Convergència Democràtica de Catalunya en 1979. Cuando le preguntaron cuál es su país favorito, Fermí respondió Cataluña. Cuando le preguntaron cuál es su canción favorita, Fermí respondió Els segadors. Cuando le preguntaron cuál es su libro favorito, Fermí respondió que las memorias de Jordi Pujol. Es de suponer que su comida preferida será la butifarra con mongetes, su baile preferido la sardana y su equipo de toda la vida, el Barça. Fermí siempre ha dado la respuesta correcta cuando el que le ha preguntado era nacionalista y parece sorprenderse mucho cuando alguien le dice que hay ciertos, minúsculos, problemas de convivencia en Cataluña.

Ese Jordi Pujol al que tanto admira nuestro alcalde es, por cierto, el mismo Jordi Pujol que en 1958, cuando Fermí tenía cuatro años, opinaba así de los andaluces como él: “El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido (…), es, generalmente, un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual”.

El hombre Fermín, estigmatizado como incoherente, anárquico, destruido, poco hecho, hambriento, ignorante y misérrimo cultural, mental y espiritualmente, llegó a Cataluña en los años setenta e hizo lo que habría hecho cualquiera en su situación: afiliarse al partido del cacique local que le despreciaba, comprarse sus memorias y leérselas con devoción mariana, jurarle fidelidad eterna a los principios del movimiento e intentar hacer carrera a partir de ahí sin levantar jamás la voz en contra del pensamiento dominante. La historia acaba bien. Fermín se ganó la vida como empresario del transporte hasta que en 2007 fue elegido alcalde de su pueblo y, más tarde, vicepresidente de la Asociación Catalana de Municipios.

Fermí es uno más de los catalanes de origen foráneo que están siendo utilizados en la nueva fase de la propaganda nacionalista como ejemplo de aquínopasanadismo. Obviamente, la experiencia de Fermí habría sido diferente si en vez de afiliarse al partido hegemónico de la derecha nacionalista se hubiera afiliado al PP o a Ciudadanos. Pero eso no cambia lo esencial. Y lo esencial es que como Fermí hay miles de catalanes.

Son catalanes que jamás han levantado la voz. Que jamás se han significado en público. Que jamás han dicho nada que pudiera molestar a la casta dominante. Que responden “puta” cuando alguien les dice “España”. Que sostienen que España no es una democracia. Que opinan que el PP es un partido de ultraderecha. Que chillan, hiperventilados, que Ciudadanos es racista por pedir que el nacionalismo deje de toquetear a los niños catalanes. Que callaron cuando les dijeron que sus hijos no podrían estudiar en castellano. Que pagaron con una sonrisa la multa por rotular su negocio en el idioma que se les antojó. Que dieron las gracias cuando vieron a la casta política dominante laminar los derechos de la oposición en el Parlamento los pasados 6 y 7 de septiembre. Que ven anticatalanismo hasta en el último titular de la última columna del último diario regional salmantino pero que no se sorprenden cuando ven que en las series de TV3 los únicos personajes que hablan castellano son las putas, los delincuentes y el inmigrante “integrado”. Es decir el sumiso.

Esos catalanes andan ahora intentando convencerse a sí mismos de que en Cataluña no pasa nada. “¡Cómo va a venir alguien de fuera a decirme a mí, que nací en Salamanca y vivo en Barcelona, que en Cataluña existe discriminación!”. Eso lo dicen mientras juzgan a España, a la democracia española, al Estado de derecho, a la Constitución, a los ciudadanos españoles y hasta a la Unión Europea en pleno desde su torre panóptica de marfil de Barcelona.

Nadie negará, eso sí, que han captado el mensaje a la primera. También el Tío Tom lo pilló rápido en la novela de Harriet Beecher Stowe.